La sala de profesores olía a café fuerte y a cansancio.

Y entonces Dasha entró en la habitación, con sus coletas en su lugar y una amplia sonrisa en el rostro. Le entregó a mamá un dibujo: una princesa con un vestido morado, coloreado con cariño y atención.

“Mira, mamá”, dijo con alegría, “los dibujé a ti y a papá juntos”.

Margarita sonrió, sintiéndose llena de vida por primera vez en mucho tiempo. Apretó el dibujo contra su pecho y luego abrazó a Dasha y a Anton simultáneamente. Su corazón se llenó de calidez.

En ese momento, se dio cuenta: el juego, el juicio, el coma; todo había sido solo una prueba. Una prueba de amor, de honestidad, de la capacidad de valorar a los seres queridos. Y ahora que la verdad había sido revelada, podía reconstruir su vida. No era perfecto, no estaba exento de errores, pero era real.

Igor Sergeyevich observaba la escena desde la barrera. Una alegría silenciosa brillaba en sus ojos: había salvado una vida, no solo física sino también emocionalmente, ayudando a abrir corazones que llevaban mucho tiempo ocultos tras máscaras.

Margarita respiró hondo, oliendo la pintura de los niños, la suave luz de la lámpara y la calidez de las manos de Anton y Dashenka. Sabía que le esperaban muchos días difíciles, pero ahora tenía lo que le daba la fuerza para vivir: la verdad, el amor y la presencia de quienes realmente la valoraban.

Con este pensamiento, finalmente cerró los ojos un momento, permitiéndose relajarse. Un nuevo mundo se abría ante ella, un mundo donde el amor, la confianza y el cariño se convertían en la base de la vida. Y aunque el viaje era largo, estaba lista para recorrerlo con sus seres queridos y con quienes la amaban.

Los pasos de las enfermeras, la risa de Dashenka y los suaves susurros de Anton se oían en el pasillo. El mundo continuó y ahora era su mundo.

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