La sala de profesores olía a café fuerte y a cansancio.

Anton cayó de rodillas junto a la cama, agarrándose la cabeza entre las manos. Sus ojos reflejaban una mezcla de horror, desesperación y dolor genuino. Por primera vez, se dio cuenta: todo lo que parecía familiar y ordinario podía desvanecerse en un instante.

Y entonces, reuniendo lo que le quedaba de fuerza de voluntad, Margarita dio el paso decisivo. Lentamente, movió el dedo casi imperceptiblemente. Anton lo notó al instante. Levantó la cabeza bruscamente, con los ojos abiertos de par en par, con horror y alegría a la vez.

“¡Rita!”, exclamó. Se dejó caer en la cama junto a ella, apretándole las manos, intentando asegurarse de que no era una ilusión.

Margarita abrió los ojos y, en ese instante, todo se aclaró. Vio auténtica conmoción en su mirada, una emoción real oculta tras una máscara de indiferencia. Su amor, frío y oculto, se le revelaba.

“¿Estás… viva?”, susurró él, sin dar crédito a sus ojos.

“Sí, estoy viva”, dijo ella, con una mezcla de miedo, alivio y determinación en su voz. “Quería saber la verdad sobre ti, sobre nosotros. Y ahora lo sé”.

Igor Sergeyevich permanecía a un lado, observando en silencio. Sus hombros finalmente se relajaron. El plan había funcionado. El hombre que parecía frío e indiferente había revelado sus verdaderos sentimientos, y Margarita había recibido las respuestas que buscaba.

Dasha, sentada en el rincón de los niños, observaba en silencio. Aún no entendía todas las palabras de los adultos, pero presentía que algo importante había sucedido. Su corazoncito empezó a latir con alegría: la tía estaba viva, papá por fin se había sincerado y ahora todo podía cambiar.

Antón apretó las manos de Margarita con fuerza, sin soltarla. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero ya no había vacío en su mirada; solo una emoción genuina y viva.

Por primera vez en mucho tiempo, Margarita sintió que no estaba sola, que su lucha, su búsqueda de la verdad, no había sido en vano. Había ganado, pero no sola: quien amaba también había ganado.

Igor Sergeyevich se acercó y le puso suavemente la mano en el hombro:

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