Margarita exhaló, como si se hubiera quitado un peso invisible de encima.
“Quiero que venga aquí, a mi habitación, que lo vea con sus propios ojos… y lo sienta. Quiero que esto sea una verdadera prueba”.
Igor asintió, sin levantar la vista. Sabía que el hombre en cuestión era un hombre poderoso y frío, acostumbrado al dinero, al control y a la gestión. Y comprendió que, para Margarita, este era un juego al límite.
Al día siguiente, Anton llegó. Entró en la habitación con su habitual paso tranquilo, con una mirada fría que parecía atravesarlo. Igor Sergeyevich lo recibió en el umbral y dijo brevemente:
“Está consciente, pero aún muy débil. Mejor no molestarla”.
Anton asintió, sin mostrar emoción alguna, y se acercó a la cama. Margarita yacía inmóvil, con los ojos cerrados, la respiración regular, su cuerpo aparentemente muerto. Las emociones la ardía en su interior: miedo, ira, esperanza. Sentía cada movimiento, cada paso en el frío suelo.
“Listo”, dijo Anton, poniendo la mano sobre la sábana. “Todo bien. No me hagas preocupar. Estaré allí en un minuto”.
Se dio la vuelta, como si revisara su teléfono, como si Margarita fuera solo un objeto de su interés, no una persona. El corazón de la mujer se encogió. Toda su sensación de realidad, toda su fe en su marido, se desmoronaba con cada instante.
Margarita apretó los puños bajo las sábanas, apenas audible. Decidió: hoy se convertiría en la muerte invisible, y mañana… mañana él mismo le demostraría el valor de su amor.
Igor Sergeyevich observaba todo desde la barrera, con las manos tensas en los bolsillos. Comprendía que cada segundo podía ser crucial. Tenía que idear un plan de acción para desempeñar el papel de “mensajero de la muerte” de la forma más segura posible sin causarle daño real al hombre.