“Margarita”, dijo en voz baja, acercándose a ella, “estaré aquí. Hagas lo que hagas, te apoyaré. Pero recuerda, esto es peligroso. Puede que no lo soporte”.
“Lo sé”, susurró ella, “debo ver la verdad”.
Unos minutos después, oyeron pasos en el pasillo. Anton regresó, como exigiendo atención, y de repente Igor dio un paso adelante:
“Anton… tenemos que hablar”.
Su marido se acercó, y entonces Margarita, inmóvil, respiró hondo, como preparándose para el momento de la verdad. Sus ojos reflejaban una mezcla de determinación y miedo.
“Ella… ella no quiere hablar”, continuó Igor, “y debes entender una cosa: te decimos esto no para castigarte, sino para que nos muestres cómo te sientes de verdad”.
Antón miró la cama. Su rostro permaneció impasible, pero algo brilló en sus ojos que Margarita no pudo reconocer de inmediato. El corazón le dio un vuelco. Sintió que comenzaba el juego.
En ese momento, Dasha, una niña de coletas oscuras, se acercó a la puerta de la habitación. Miró dentro en silencio, observando la extraña tensión entre los adultos. No entendió todas las palabras, pero presentía que su padre y su tía estaban en un peligroso trance emocional.
Un verdadero juego.
Margarita escuchó la risa de los niños, oyó los pasos silenciosos y sintió: era una señal de vida. Ese leve sonido era un faro al que se aferraba en el vacío negro. Sabía que, por el bien de Dashenka, no podía retirarse.
El juego continuó. Igor Serguéievich desempeñó el papel de severo mediador, Margarita, la víctima muerta, y Antón, el observador. Cada movimiento, cada palabra, importaba ahora, cada reacción revelaba la verdad que se habían ocultado el uno al otro durante tanto tiempo.