Ella lo había considerado una salvación, pero lo que sucedió a continuación la impactó. Él simplemente le puso la mano en el hombro, como si apenas se conocieran. Nada de alegría, nada de lágrimas, nada de ternura. Era frío, distante, como un extraño.
Y entonces, desde lo más profundo de su subconsciente, una frase fragmentaria emergió, dicha con voz infantil: «Si yo estuviera en el lugar de esa mujer, fingiría estar muerta por mi marido, para que le mostrara lo que realmente es». Las palabras la traspasaron, y una idea descabellada y terrible se formó al instante en su cabeza. Pulsó el botón de llamada de la enfermera. Cuando Igor Sergeyevich entró en la habitación, lo miró con una mirada firme y decidida:
«Doctor. Tengo una petición inusual para usted. Necesito que me siga la corriente. Quiero que le cuente a mi marido… sobre mi muerte».
«¡Eso está fuera de discusión!», replicó el médico. «No puedo mentir sobre la muerte de un paciente; ¡es inmoral e ilegal!».
«¡Por favor!» Su voz temblaba, las lágrimas brillaban en sus pestañas. “Te lo ruego. Debo saber la verdad. ¡Me están engañando!”
Igor Sergeyevich se quedó paralizado, sin saber qué decir. Estaba acostumbrado a situaciones extremas en el quirófano, a casos difíciles, a lo imposible, pero lo que Margarita pedía iba más allá de cualquier ética médica. Respiró hondo, apoyando las manos en el respaldo de la silla, como intentando contenerse para no reaccionar de inmediato.
“Margarita, ¿entiendes lo que pides?”, dijo con calma pero firmeza. “Contarle a tu marido sobre tu muerte no es solo una mentira. Podría destruirlo, cambiarlo todo. ¿Estás segura de que quieres esto?”
Ella asintió, aferrando la sábana con los dedos hasta que se volvió blanca. Las lágrimas seguían cayendo sobre ella.
“Tengo… tengo que”. Siento… necesito ver la verdad sobre él. Si es capaz de sentir siquiera una gota de amor verdadero, que lo demuestre. Si no… déjame averiguarlo ahora, mientras aún estoy vivo.
Igor Sergeyevich se dio la vuelta y miró por la ventana. Se oían pasos, las conversaciones tranquilas de las enfermeras y el llanto lejano de un niño en el pasillo. Recordó cómo ayer mismo había estado corriendo entre las habitaciones, salvando pacientes, y ahora… ahora tenía que participar en este extraño juego.
“De acuerdo”, dijo finalmente con voz grave. “Pero tenemos que tener cuidado. No llamaré a tu marido y le diré que ‘ha muerto’. Primero, tenemos que entender cómo quieres hacerlo”.