La sala de profesores olía a café fuerte y a cansancio.

Svetlana miró hacia el pasillo. Una niña con dos trenzas oscuras estaba sentada en un pequeño rincón infantil cerca de la estación. Dibujaba algo absorta en su cuaderno, ajena al bullicio del hospital.

“Dashenka es un ángel”, dijo Nina Petrovna. “Es una chica lista, no molesta a nadie. Es desgarrador verla”.

“¿Y qué hay del marido de esta Margarita?”, preguntó la enfermera de nuevo.

“Anton… Entra, se queda sentado unos diez minutos, con cara de piedra, y luego se va. Dicen que es más joven que ella. Eso es todo lo que sabemos. Un tipo raro”.

En ese momento, la puerta del consultorio se abrió silenciosamente y un hombre alto y cansado, con bata blanca, apareció en la puerta. Era el mismísimo Igor Sergeyevich. Su mirada cansada pero lúcida recorrió la habitación y dijo en voz baja:

“Nina Petrovna, Sveta, prepárense”. Creo que nuestro paciente de la sala 7 está mostrando signos positivos.

En el rincón infantil, Dasha estaba sentada en una sillita, coloreando el dibujo de una princesa con un vestido morado, cuando un hombre se sentó en el banco de visitas cercano. Dasha lo había visto antes: era el tío que solía visitar a su tía dormida. Sacó su teléfono y le habló con brusquedad:

“¿Cuánto tiempo puedes esperar?”, siseó. “No te pago para que esta… ¡médica experimente con ella! Debería haber… ¡En fin, haz algo!”.

Dasha hizo una mueca al oír la voz enfadada. No entendía todas las palabras, pero de una cosa estaba segura: el tío estaba regañando a su padre. El padre que salvaba a la gente. El corazón de la niña se encogió de miedo y resentimiento.

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