Mancini se acercó aún más, hasta que la distancia entre ellos se volvió una línea de respiración.
“Dígame el nombre de su madre,” pidió, casi en tono de quien prueba una pieza de un rompecabezas.
Ella dudó. Cada segundo de silencio parecía una eternidad.
Cuando finalmente respondió, su voz salió débil, pero cargada de un peso antiguo: “Claire Dupon.”
El hombre se quedó inmóvil. Su mirada cambió. Ya no era la de un depredador. Era la de alguien que reconocía un nombre olvidado, un nombre que no debería existir más, un nombre enterrado en alguna parte oscura del pasado.
Dio un paso hacia atrás, los ojos humedeciéndose con un recuerdo que parecía acecharlo.
Y entonces, sin mirar a los guardaespaldas, repitió en un tono ronco: “Dios mío, no puede ser.”
La tensión se transformó en algo nuevo: miedo, culpa y revelación. Isabela no lo sabía, pero aquel nombre acababa de abrir una herida que el tiempo y el crimen no habían logrado cerrar.
Esa noche, ella descubriría que la sangre habla idiomas que el corazón reconoce antes de que la mente los comprenda.
El Nombre Enterrado
El silencio que siguió a esas palabras congeló el aire. Isabela permanecía inmóvil, las manos temblorosas sobre el delantal. El jefe de la mafia, ahora, la observaba con algo que no sabía definir: emoción, dolor o recuerdo.
Mancini dio algunos pasos hacia atrás y se pasó la mano por el rostro. Por un instante dejó caer la máscara de frialdad que lo hacía temido.
El nombre Claire Dupon era una cicatriz antigua. Años atrás, antes de la sangre, antes de los imperios de miedo, hubo una mujer que hablaba ese idioma con dulzura. Una mujer que lo había amado y que él había perdido trágicamente.
Isabela solo veía aquel hombre poderoso, ahora vacilante, luchando contra algo invisible.
“¿Cuántos años tiene?”, preguntó en un tono casi paternal.