La Riviera: El Secreto que Habla en Francés

Isabela se quedó helada. Tragó saliva, intentando mantener la compostura profesional.

“Yo estudié un poco,” respondió intentando sonreír. “Nada del otro mundo.”

Pero él seguía mirando. Aquello no era curiosidad. Era interés, desconfianza, algo más profundo. Mancini giró el anillo de oro en su dedo meñique, un gesto que todos allí sabían lo que significaba.

El silencio se extendió como humo.

Entonces miró a sus dos guardaespaldas cerca de la puerta y dijo sin apartar los ojos de ella: “No la dejen irse.”

Isabela sintió que el corazón le daba un vuelco. Las palabras resonaron como una sentencia. De repente, el restaurante, su refugio, se convirtió en una jaula. Las salidas estaban bloqueadas por hombres de traje oscuro. El gerente evitaba su mirada.

Ella dio un paso hacia atrás, intentando pensar. No había hecho nada malo. Era solo una llamada telefónica. Un simple “mamá” dicho con cariño.

Pero ese “mamá” parecía haber despertado un fantasma del pasado en alguien que no sentía piedad.

Fue en ese instante, cuando el miedo comenzó a apretarle el pecho, que recordó el motivo por el cual había aprendido francés. No era solo un idioma. Era una herencia, un secreto, algo que había jurado mantener oculto.

El sudor frío le corría por la nuca.

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