Hasta que los gritos comenzaron.
Dos hombres discutían a pocos metros. Al principio era solo un intercambio de insultos, pero la rabia crece rápido cuando nadie la detiene. Una silla se movió con un ruido desagradable. Una mano empujó un pecho. Alguien soltó una carcajada nerviosa. Y de pronto, uno de ellos perdió el equilibrio y cayó contra la mesa de Daniel. La taza voló y el café se derramó como una mancha oscura. Daniel se puso de pie por instinto, con ese movimiento rápido de quien ha vivido demasiado tiempo reaccionando antes de pensar.
—Tranquilos —dijo, con una calma que no era orgullo sino costumbre—. No vale la pena.
Pero la calma, en medio de una pelea, a veces suena como provocación. Uno de los hombres lo miró con ojos encendidos. Y entonces, desde el otro lado de la calle, una voz cortó la escena como una flecha mal lanzada:
—¡Él está involucrado!
Daniel giró la cabeza, confundido. Quiso explicar, quiso decir “solo intentaba separarlos”, pero el murmullo se convirtió en ruido, y el ruido en un caos que ya conocía demasiado bien. Se escuchó el chillido de llantas. Luces rojas y azules se reflejaron en ventanas. Patrullas frenaron con fuerza.
Los oficiales bajaron con armas desenfundadas, voces fuertes, órdenes cortas.
—¡Manos donde podamos verlas!
Daniel levantó las manos de inmediato. No quería problemas. No quería otra escena. Su cuerpo, entrenado, obedeció antes que su mente. Intentó hablar, pero el miedo colectivo tiene su propio idioma y no escucha otro.
Y entonces, como si el destino hubiera esperado ese instante exacto, llegó la unidad canina.
Un oficial sostuvo con firmeza la correa de un pastor alemán grande, musculoso, de pecho ancho, ojos atentos. El perro tensó el cuerpo, listo para cumplir. Daniel sintió cómo algo lo golpeaba por dentro. No era un recuerdo completo, era un latido familiar, un sonido que su pecho reconocía aunque su razón lo negara.