El grito cortó el aire como un latigazo.
—¡Suelta al perro! —ordenó el oficial, con la voz áspera, cargada de autoridad y de prisa.
La correa se tensó, y el pastor alemán salió disparado con una fuerza que parecía imposible. Sus patas levantaron polvo del suelo como si el mismo desierto respirara bajo ellas. La gente alrededor del pequeño café del centro retrocedió instintivamente: algunos se taparon la boca, otros alzaron las manos, y varios gritaron el nombre de Dios sin darse cuenta. Era la escena típica de un arresto mal entendido… hasta que se volvió algo que nadie se atrevió a imaginar.
Porque el hombre hacia quien corría el perro no era un delincuente.
Era el capitán Daniel Harris, Infantería de Marina de los Estados Unidos, de regreso en casa después de años afuera, con la mochila colgando del hombro y el uniforme planchado con una precisión que escondía la verdad: por dentro, Daniel se sentía arrugado, fracturado, como una carta que se ha leído demasiadas veces.
Había bajado del autobús unas semanas antes, cuando el sol caía a plomo sobre el pueblo y el viento llevaba arena hasta las ventanas. Había elegido ese lugar por una razón simple: allí nadie lo conocía, nadie le haría preguntas, nadie lo obligaría a sonreír cuando por dentro se le apagaban las luces. Rentó una casita en las afueras, de esas con cercas bajas y un porche pequeño que cruje al pisarlo. Metió sus medallas en un cajón, como si guardarlas fuera igual a guardar el pasado. Se dijo que venía a descansar. Pero la guerra no se descansa, se queda en uno como un zumbido.
De noche, el silencio era lo peor. En el extranjero, incluso cuando todo era peligro, había ruido: radios, pasos, motores, órdenes. Allí, en su habitación, el silencio lo acorralaba. Cerraba los ojos y volvía a ver el humo, volvía a oler metal quemado, volvía a sentir la vibración de una explosión que le sacudía los huesos. Se despertaba con la garganta seca, con el corazón golpeando como si quisiera escapar de su pecho. A veces, al abrir los ojos, estiraba la mano hacia el lado vacío de la cama, buscando por reflejo un cuerpo tibio, un peso familiar, un resoplido suave.