Una noche, durante una cena tensa, dejó su vaso de agua sobre la mesa y dijo sin rodeos:
—“Aborta. No quiero ese bebé. Se viene una gran oportunidad. Necesito estar libre.”
Mariana se congeló.
Sabía perfectamente a qué “oportunidad” se refería: Ximena, la hija de un poderoso magnate inmobiliario en Santa Fe. Rodrigo ni siquiera se molestaba ya en ocultar sus verdaderas intenciones.
—“¡Estás enfermo! ¡Ese bebé es tuyo!” —gritó ella entre lágrimas.
—“¿Y qué? Me estorba. Si decides tenerlo, es tu problema.”
Esa noche, Mariana tomó su decisión.
Empacó silenciosamente una maleta pequeña, escondió la ecografía que mostraba que esperaba gemelos, tomó algo de ropa… y desapareció en medio de la lluvia.
Se dirigió al sur —sin conocer a nadie, sin plan— solo con el impulso feroz de proteger a sus hijos no nacidos.
Guadalajara la recibió con calor abrumador y calles indiferentes. Pero entre la confusión, encontró una pequeña habitación en renta en Tlaquepaque, ofrecida por una anciana bondadosa que, al conocer su historia, le permitió quedarse los primeros meses sin pagar.
Mariana aceptó cualquier trabajo que pudiera: vendía ropa por internet, recogía mercancía de segunda mano, limpiaba restaurantes. Aunque su vientre crecía, nunca se detuvo.
El día del parto colapsó por el dolor. La dueña de la casa la llevó de inmediato al hospital. Esa noche nacieron sus gemelos, sanos y fuertes. Los llamó Santiago y Emiliano, deseando que crecieran con inteligencia, carácter… y jamás repitieran la historia que ella vivió.
Los años siguientes fueron una prueba de fuego.