La noche se deslizaba por las paredes del hospital como una sustancia viscosa…

Exhaló.

Sintió que le flaqueaban los dedos. Como si le hubieran extraído hasta la última gota de fuerza.

Pero el rostro sobre la mesa no lo soltaba.

Volvió a mirar… y lo comprendió.

No, no podía ser.

No ahora. No aquí.

Tenía unos veinticinco años cuando vio por primera vez a ese hombre en la estación de ambulancias. Era diferente entonces: fuerte, descarado, con una sonrisa pícara y las manos con olor a aceite de máquina.

Era Pyotr.

Hermano.

Aquel que una vez lo rescató de las garras de su padre borracho.

Aquel que luego desapareció, dejando atrás a su madre, su hogar, todo.

Aquel a quien no quería recordar.

El mundo bajo la piel de Anton pareció ponerse patas arriba.

Se quedó de pie junto a su hermano —sucio, destrozado, casi muerto— y no sintió ni triunfo ni ira. Solo vacío.

Leave a Comment