Solo quedaba el cuerpo. El corazón, los pulmones, los vasos sanguíneos: la mecánica de la vida.
Sentía cada milímetro como música, oía el ritmo de las arterias, veía dónde era más delgado, dónde podía desgarrarse.
Vivía en este mundo, el único donde no existían los errores.
Pero de repente, un extraño espasmo en su interior, como si alguien lo hubiera tocado desde dentro.
Miró el rostro del paciente.
Bajo la suciedad y los moretones, emergieron rasgos que lo atormentaban. Algo familiar…
Como si un recuerdo temblara bajo la piel.
¿Cómo lo conozco?
«¡Anton Viktorovich, me baja la presión!», gritó Lyudmila.
No respondió. Apretó los labios, escudriñando el fino hilo casi transparente del vaso sanguíneo.
Un movimiento, una puntada rápida, y la sangre dejó de fluir.
—¿Pulso?
—Cuarenta y cinco… estabilizándose.