La noche se deslizaba por las paredes del hospital como una sustancia viscosa…

Las lámparas sobre la mesa brillaban como soles implacables, abrasando todo rastro de humanidad desde el espacio. No había lugar para la compasión, solo anatomía, lógica, el frío metal de los instrumentos y el latido del cronómetro en su cabeza.

Anton Viktorovich se quedó de pie junto al cuerpo, envuelto en sábanas, y sintió el dolor recorrerle la columna vertebral.

El cansancio lo invadía.

El sudor le perlaba la frente, no por el calor, sino por una concentración tensa que rayaba en la locura.

La paramédica, la misma que había traído al paciente, permanecía en un rincón, sujetando una bandeja. No apartaba la vista del herido. Era como si temiera parpadear, como si la vida del hombre que yacía ante ella dependiera de ello.

Anton miró el monitor: su pulso era débil, apenas perceptible.

—¿Presión arterial? —preguntó secamente.

—Setenta sobre cuarenta —respondió Lyudmila, poniéndose los guantes—. Está bajando.

—Mantenemos la adrenalina. Tres miligramos. Rápido.

Las voces se fundieron en un ritmo constante de órdenes, crujidos y el tintineo de los instrumentos.

Anton se inclinó sobre la incisión. La sangre, oscura y espesa, brotaba como tinta. Guió el bisturí con confianza, con precisión, con la silenciosa ternura con la que un artista toca un lienzo.

Sus manos no temblaban. Las manos deben recordar qué hacer, incluso cuando la mente está en blanco.

El tiempo se había desvanecido.

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