La noche se deslizaba por las paredes del hospital como una sustancia viscosa…

El pasillo lo recibió con una luz cegadora y un olor a metal. Cada paso le provocaba un dolor punzante en la espalda, cada célula de su cuerpo le suplicaba descanso, pero en su interior —en lo más profundo, donde solo quedaba su profesión— nacía una sensación familiar: una fría determinación.

Al entrar en urgencias, los celadores que estaban junto a la pared guardaron silencio de inmediato.

Un hombre yacía en una camilla. Delgado, con canas, el rostro ennegrecido por la suciedad, los labios agrietados y las manos magulladas.

Parecía un náufrago, con la vida casi extinguida en él.

El celador resopló sin mirarlo:

—Traen gente así todos los días. De todas formas, no durará mucho.

Anton se detuvo.

—Una palabra más y estarás limpiando la morgue.

La habitación quedó en silencio.

Se inclinó sobre el paciente. A través del polvo, la sangre y el sudor, sus rasgos eran visibles: demacrados, pero familiares… de alguna manera, demasiado familiares.

Algo en su interior se contrajo, como si el dolor ajeno le atravesara la piel.

—Preparen el quirófano —dijo secamente—. Urgente.

Un pulso bajo la piel de oscuridad.

El quirófano lo recibió con una bocanada de aire estéril y gélido.

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