Entonces dijo simplemente:
«Nosotros no decidimos quién sobrevive. Nosotros tratamos».
Lyudmila bajó la mirada.
«Anton Viktorovich, acaba de operarlo durante seis horas. Sus manos… apenas puede mantenerse en pie. Déjeme redactar un informe de negativa, él todavía…»
Pero sus palabras fueron interrumpidas por una voz del pasillo: clara, firme, joven:
«¡No tenemos derecho a negarnos! ¡El hombre sigue vivo!».
Ambos se giraron. Una chica con uniforme de paramédica estaba en la puerta; tendría unos veinticinco años, con cabello rubio que asomaba por debajo de la gorra y una mirada gélida.
«Hemos conducido cuarenta minutos hasta aquí», susurró. «Tiene una hemorragia interna. Si no lo operamos, morirá. Aquí. Ahora».
Lyudmila dio un respingo, con la voz quebrada:
—¡Señorita, no entiende dónde está! ¡Este no es un refugio para… gente como usted! ¡Tenemos una lista de espera de pacientes y usted trae un cadáver!
El paramédico dio un paso al frente.
—Esto no es un cadáver —dijo en voz baja, pero esa voz temblaba de poder—. Es un ser humano. Y su corazón aún late.
Anton la miró.