La noche se deslizaba por las paredes del hospital como una sustancia viscosa…

Muy abajo, una puerta se cerró de golpe. Luego, voces. Silenciosas, pero cada vez más agudas.

Las ignoró. El cansancio le oprimía brazos y piernas como vendas, apretadas y pegajosas.

Y de nuevo. Más agudas. Más fuertes.

«¿Qué demonios está pasando?», murmuró con voz ronca, poniéndose de pie.

La puerta de la sala de personal se abrió y Lyudmila, la enfermera de guardia, apareció en el umbral.

Pálida, confundida, con un brillo ansioso en los ojos. Le temblaban las manos, como si aún resonara en ellas el sonido del golpe.

—Anton Viktorovich… ahí… —su voz se apagó—. Hay un… hombre en urgencias. Lo trajeron de la calle. Pero, francamente… no va a sobrevivir.

Anton frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir con que no va a sobrevivir?

—Bueno… él… —Lyudmila vaciló, buscando las palabras adecuadas—, no tiene papeles, es indigente, está cubierto de sangre, está sucio… Los paramédicos dicen que lo encontraron debajo de un puente. Debió de ser golpeado. O atropellado por un coche. Pero aun así… no vivirá hasta mañana.

La doctora guardó silencio.

El silencio entre ellos se prolongó, denso y opresivo.

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