La noche se deslizaba por las paredes del hospital como una sustancia viscosa…

No creía en el destino.

Pero ahora sí.

Porque el destino se le había presentado en forma de un hermano moribundo, que había regresado para morir en sus brazos.

EL ÚLTIMO ALIENTO DEL DESTINO

La mañana no comenzó con el alba, sino con el silencio.

Ese silencio tan particular de los hospitales, como la nieve: suave, apagado, sin vida.

Afuera amanecía y la primera luz se filtraba a través del cristal, tiñendo las paredes de un dorado pálido.

Todo a su alrededor estaba impregnado de cansancio.

Anton estaba junto a la ventana, aferrado a una taza de café frío, observando las luces de la ambulancia parpadear a lo lejos.

No había dormido.

Ni un minuto.

Cada hora entraba en la habitación, le revisaba los signos vitales y se aseguraba de que su hermano estuviera vivo.

Pero ahora crecía en él la sensación de que no podía

Era posible ponerle nombre: no ansiedad, no miedo, sino un conocimiento silencioso.

Como si el cuerpo ya supiera lo que la mente se negaba a reconocer.

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