La noche se deslizaba por las paredes del hospital como una sustancia viscosa…

Un deber en la penumbra

La noche se deslizaba por las paredes del hospital como una sombra viscosa e incolora.

Las tenues lámparas del pasillo parpadeaban, como si los ojos de un moribundo parpadearan, y cada destello de luz revelaba por un instante el frío brillo de las paredes de azulejos, el olor a lejía y un silencio impregnado de la respiración entrecortada de quienes luchaban por sobrevivir.

Anton Viktorovich estaba sentado en el borde del sofá del consultorio. Apoyaba la cabeza entre las manos, con los dedos impregnados de yodo y sangre, un olor que ya casi le resultaba familiar. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que había dormido. ¿Un día? ¿Dos? Quizás más. El tiempo no fluía en el hospital; se descomponía, convirtiéndose en cenizas que se posaban en sus pestañas.

Una taza de café a medio terminar reposaba sobre la mesa, con restos de cansancio secos en el borde. El monitor de la pared siseaba suavemente; su constante ruido eléctrico le recordaba al aliento de la muerte misma, paciente y omnipresente.

Cerró los ojos. Sus párpados se le cerraron y el mundo se sumió al instante en una penumbra gris. Imágenes destellaron ante su mente: la lámpara quirúrgica, el rostro pálido de la mujer sobre la mesa, el brillo de la sangre en sus guantes y aquel momento en que su corazón, casi detenido, finalmente latió.

Anton suspiró con dificultad.

Sabía que si se relajaba un poco, su cerebro comenzaría a descender lentamente a un pozo de sueño profundo del que jamás emergería.

Pero el hospital no perdonaba la debilidad.

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