La pediatra conocía a Ana desde que nació. Al principio realizó las revisiones habituales: presión arterial, pulso, palpación abdominal. Ana gimió y se quejó cuando las manos de la doctora tocaron ciertas zonas de su vientre.
—Hagamos una ecografía —sugirió la doctora, tratando de mantener un tono sereno—. Por si acaso.
Clara se sentó al lado de su hija, sujetándole la mano mientras le aplicaban el gel frío. La máquina zumbaba y las imágenes en blanco y negro empezaban a aparecer en la pantalla.
Pero a medida que los ojos de la doctora las examinaban, su expresión cambió. La calma y la seguridad desaparecieron. Frunció el ceño. Miró a su asistente, que de inmediato se tensó.
—Doctora, ¿qué pasa? —preguntó Clara, con la voz temblorosa.
La respuesta fue inmediata: tomó el teléfono y, con un tono firme y urgente, dijo:
—Necesito una ambulancia para una niña de ocho años. Ahora.
Clara se quedó paralizada. Todo a su alrededor se desdibujó. Miró a su hija, asustada sobre la camilla, con lágrimas que comenzaban a rodar por sus mejillas.
Y entonces, un pensamiento aterrador cruzó por su mente: ¿Qué había pasado exactamente ese fin de semana con su padrastro?