La niña de 13 años fue expulsada de su casa por estar embarazada y, años después, regresó para sorprender a todos.

Sofía se derrumbó en sus brazos.
—No hice nada, pero me odian. Me tratan como basura. ¡No puedo más!

—Tienes que ser fuerte, niña. No dejes que te rompan —la consoló Margaret.

Al día siguiente, Margaret salió a hablar con el casero por el alquiler atrasado. Sofía se quedó sola, inquieta por las amenazas de Carlos. De pronto, la puerta se abrió: Carlos y dos amigos entraron con gesto insolente.

—¿Dónde está Margaret? —preguntó frío.
—No está —dijo Sofía, intentando serenarse.
—Bien. Entonces hablaremos contigo.

—Por favor, váyanse. Aquí no queremos problemas.

Carlos se rió.
—¿Problemas? Desde que llegaste, esto es un problema. ¡Hemos perdido clientes por esta panadería que te acoge!

Golpeó el mostrador; Sofía se estremeció. Los otros dos lanzaron cosas al suelo. Pan recién hecho cayó y se desmigó; la harina se desparramó.
—¡Basta, por favor! —gritó Sofía, llorando.

—Tómalo como una lección. Vete, antes de que todo empeore —dijo Carlos, y se marcharon.

Ella cayó al piso, recogiendo migas con manos temblorosas. Al volver Margaret, se horrorizó.
—¿Qué ocurrió?
—No puedo quedarme, Ba —sollozó Sofía—. Solo le traigo problemas.

Margaret le sostuvo los hombros, decidida:
—No te irás. Lo superaremos juntas.

Sofía sabía que Margaret estaba cada vez más cansada. Dos días después llegó un aviso del casero: perderían la panadería si no pagaban en una semana. Margaret intentó ocultarlo, pero la tristeza en sus ojos la delataba.

—Me iré, Ba —dijo Sofía con lágrimas—. Si no estoy, quizá dejen de presionarla.

—No vas a ninguna parte. Esta es tu casa —respondió Margaret.

Pero Sofía sentía que había arruinado todo. Esa noche, mirando el techo, el corazón le pesaba.
—Tengo que irme… por ella. Y por Anna —puso la mano sobre su vientre—. Lo siento, Anna. No puedo quedarme.

Al amanecer, empacó sus pocas cosas en una bolsa vieja. Miró a Margaret dormida y contuvo el llanto. Dejó una nota sobre la mesa:

Querida señora Margaret: Le agradezco todo, pero no puedo seguir causándole problemas. Encontraré otro lugar. Ojalá dejen de presionarla. La quiero mucho. — Sofía

Con una última mirada, tocó su vientre.
—Anna, debemos ser fuertes. Nadie más nos ayudará.

Salió y cerró la puerta en silencio.

Sofía vagó por las calles hasta hallar una pensión barata en las afueras, donde a nadie le importaba quién era. Con el poco dinero que tenía, solo pagó unas noches.

—Habitación tres. Si no pagas, no me molestes —dijo secamente Dolores, la casera, lanzándole la llave.

El cuarto era pequeño, oscuro y húmedo. Sofía se sentó en la cama; las lágrimas amenazaron al recordar la calidez de la panadería. Ahora solo estaban ella y Anna.
—Estaremos bien —se susurró, sin creerlo.

El primer día en la pensión salió a buscar trabajo; en todos lados la rechazaron:
—No hay vacantes. —Eres muy joven. —No queremos problemas.

Su vientre en crecimiento la hacía blanco de juicio y rechazo. Al volver, unos niños de la pensión se burlaron:
—¡Mira su barriga, parece un globo!
—Si su familia la echó, será mala.

—¡Basta! No pueden decir eso —protestó Sofía. Solo se rieron más.

Esa noche, en la oscuridad, abrazó su vientre intentando dormir. Las risas y el odio resonaban como una pesadilla.

A la mañana siguiente, Dolores la esperaba.
—Me robaste, ¿verdad?

—¡No! ¡Jamás robaría! —Sofía retrocedió, horrorizada.
—¿Y por qué falta dinero desde que llegaste? —cruzó los brazos Dolores.
—¡No lo sé, lo juro!

—Sin excusas. Tienes 24 horas para pagar o te vas. No mantendré ladronas.

Los inquilinos murmuraban; Sofía bajó la cabeza, llorando. Más tarde, al regresar, encontró la puerta abierta. El cuarto estaba revuelto; su pequeña bolsa de dinero había desaparecido.

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