La niña de 13 años fue expulsada de su casa por estar embarazada y, años después, regresó para sorprender a todos.

—Esa chica —señaló directamente a Sofía—. ¿Sabes quién es? Oí que la echaron de su casa por algo vergonzoso. Tenerla aquí es buscarse problemas.

Sofía bajó la cabeza, conteniendo las lágrimas; las palabras crueles le atravesaron el corazón.
Margaret se irguió, la mirada acerada.
—Si no tienes nada mejor que hacer, vete. Esta niña no le ha hecho daño a nadie.

—Piensa en tu reputación. ¿Quién querrá comprar pan de una panadería que protege a alguien como ella? —apretó Esteban, con desprecio.

—Fuera, Esteban. Y no vuelvas —dijo Margaret señalando la puerta, sin titubeos.

Sin embargo, los rumores se extendieron por el barrio.
—La embarazada vive en la panadería de Margaret —susurros y miradas se volvieron insoportables.

Una tarde, al sacar la basura, Sofía fue acorralada por varios jóvenes del vecindario.
—Oye, ¿quién te crees para vivir aquí? —gritó Carlos, un tipo rudo.

—Yo… yo solo quiero vivir en paz —titubeó Sofía.

—¿En paz? ¿Alguien como tú? Ya avergonzaste a este lugar —espetó Carlos antes de empujarla con fuerza, haciéndola caer.

—¡Basta! —la voz de Margaret sonó desde la entrada. Corrió y ayudó a Sofía a ponerse en pie—. Si no saben comportarse, no vuelvan.

Carlos se burló.
—Bien. Pero no culpes a nadie cuando boicoteen tu panadería.

Margaret llevó a Sofía adentro, con las manos temblando de rabia.
—No los escuches. No hiciste nada malo.

Pero Sofía lloró en silencio; no sabía cuánto más podría soportar. Para evitar problemas, Margaret cerró la panadería unos días. Sofía intentó buscar trabajo para ayudarla, pero nadie la contrataba.

—No necesitamos a nadie —dijo un dueño de restaurante, lanzando una mirada de desprecio a su vientre.
—Deme una oportunidad, trabajaré duro —rogó, recibiendo solo un gesto desdeñoso.

De lugar en lugar, Sofía comenzó a sentirse invisible; rechazada por el mundo.
Una tarde, de regreso, encontró a Margaret abatida frente a una pila de facturas.

—¿Está bien? —preguntó Sofía, angustiada.
—No sé si podré mantener la panadería. Amenazan con dejar de comprar si te quedas.

—Me iré —dijo Sofía, quebrada—. No quiero causarle más problemas.

Margaret la miró con dolor.
—Niña tonta. No tienes adónde ir. No permitiré que vuelvas a la calle.

Pero en el corazón de Sofía, la idea de marcharse crecía: no quería que Margaret sufriera por su culpa.

Aquella noche, viendo a Margaret trabajar sin descanso, Sofía se llenó de gratitud y culpa.
—Buscaré trabajo. No quiero que sienta esta presión —dijo por la mañana.
—Te lo he dicho: esta es tu casa. No irás a ninguna parte —respondió Margaret, firme pero agotada.

Aun así, Sofía insistió: salió a buscar trabajo. Cada mirada juzgadora y cada “no” pesaban más.
—¿Buscas trabajo? Qué risa —se burló Carmen, dueña de un taller de costura—. No contratamos gente como tú. Lárgate antes de ensuciar mi tienda.

Sofía contuvo el llanto, agradeció en silencio y se fue. Cada paso pesaba más.

Esa tarde, mientras repartía volantes por unas monedas, oyó gritos en el mercado.
—¡Me robó la cartera! ¡Ahí! ¡La embarazada! —una anciana, roja de rabia, la señaló.

La gente se agolpó.
—¡No, no lo hice! ¡No tomé nada! —lloró Sofía.

—Revísenle el bolso —sugirió alguien, amenazante.

—¡No, por favor! —pero un hombre le arrancó el bolso y lo registraron. No encontraron nada.

La acusadora, avergonzada, intentó justificarse:
—La habrá escondido. ¡Alguien como ella no puede ser inocente!

Sofía se quedó helada, temblando de ira y miedo.
—¡Lárgate antes de que llame a la policía! —gritó la mujer.

Sofía corrió, llorando. ¿Por qué tanta crueldad? Solo por ser diferente, por llevar una vida dentro…

De vuelta en la panadería, Margaret la esperaba preocupada.
—¿Qué pasó? ¿Por qué lloras así?

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