La niña de 13 años fue expulsada de su casa por estar embarazada y, años después, regresó para sorprender a todos.

Sofía se encaminó tambaleándose hacia un parque cercano; los bancos fríos fueron su último refugio. A medida que avanzaba la noche, se acurrucó en uno, abrazando su vientre como si quisiera proteger el pequeño destello de esperanza que crecía dentro de ella.

—¡Eh, niña, detente ahí! —una voz áspera sonó, seguida de risas maliciosas.

Sofía se volvió y vio tres figuras emergiendo de las sombras, con los ojos llenos de amenaza.
—¿Qué están…?

—¿Haciendo aquí a estas horas? Buscamos un poco de diversión, y tú nos vienes perfecta —se burló uno, acercándose con una sonrisa torcida.

Sofía no pudo hablar; solo retrocedió presa del pánico.
—No corras. ¿A dónde crees que vas?

Sofía echó a correr; las lágrimas se mezclaban con la lluvia mientras avanzaba a ciegas. El corazón le golpeaba con violencia en el pecho. El suelo resbaladizo amenazaba con hacerla caer a cada paso, pero el instinto de supervivencia la mantenía en movimiento. El sonido de los pasos acercándose era ensordecedor. Por pura suerte, se deslizó por un callejón angosto y los perdió. Se derrumbó, el cuerpo temblando de miedo y agotamiento.

—¿Por qué… por qué todos me odian? —susurró, con la voz ahogada por la lluvia.

Aquella noche, Sofía se acurrucó bajo un árbol del parque. La lluvia no tuvo piedad, y el frío se le metió en los huesos. No supo cuándo se quedó dormida. En sus sueños aparecieron sus padres: en lugar de amor, solo había desprecio e indiferencia.
—Sofía, te lo mereces —la voz de Isabel tronó como un trueno, haciéndola despertar sobresaltada.

Abrió los ojos; el cuerpo le dolía por el frío. Una fiebre alta le nublaba la mente y tenía los labios pálidos.
—¿Voy a morir aquí? —el pensamiento cruzó fugaz y terrible.

Afuera, la lluvia seguía cayendo, pero Sofía ya no tenía fuerzas para resistir. Todo se volvió borroso ante sus ojos.

—Niña, ¿qué haces aquí? —una voz cálida y anciana rompió la neblina.

Sofía alcanzó a distinguir la silueta de una mujer inclinada sobre ella; un paraguas grande las cubría a ambas de la lluvia.
—Yo… yo… —Sofía no pudo responder y se desplomó en los brazos de la desconocida.

—No tengas miedo, pobre criatura. Te ayudaré —dijo la mujer, levantándola con sus manos envejecidas.
—¿Quién es usted? —murmuró Sofía, cerrando los ojos por el cansancio.
—Solo soy una panadera vieja. Pero no puedes quedarte aquí bajo el aguacero.

Margaret llevó a Sofía a su pequeña panadería en la esquina de la calle. La casa era modesta pero cálida, llena del reconfortante aroma a repostería; un contraste absoluto con el frío del exterior.

—Siéntate aquí, te traeré té caliente —dijo Margaret, acomodándola en una silla. La miró con compasión: la niña estaba empapada y tiritaba.

Por primera vez en días, Sofía sintió un atisbo de calor gracias a la bondad de una desconocida. Sin embargo, en lo profundo, el dolor seguía como una herida abierta.

A la mañana siguiente, Sofía despertó en una silla de madera en la panadería. La cabeza aún le latía por la fiebre de la noche anterior. El aroma del pan recién horneado le hizo rugir el estómago: llevaba dos días sin comer.

—Ya despertaste. Toma, leche tibia —dijo Margaret con suavidad, dejando un vaso y una pieza de pan sobre la mesa. La miraba con preocupación: la muchacha estaba pálida y frágil.

—Gracias —susurró Sofía, con voz débil. En sus ojos seguía la fatiga; no estaba acostumbrada a la amabilidad, y menos de una extraña.

—No te preocupes. No necesito saber qué pasó, pero está claro que necesitas ayuda —dijo Margaret, firme y serena—. Come y descansa. Hablaremos después.

Sofía tomó el pan con manos temblorosas por el hambre y el agotamiento, pero al acercarlo a los labios, un nudo le cerró la garganta. Las palabras crueles de sus padres resonaron en su mente. Dejó el pan; las lágrimas corrieron en silencio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Margaret, sentándose a su lado.

—No… no merezco comer. Soy la vergüenza de mi familia —sollozó Sofía.

Margaret guardó silencio unos segundos y luego tomó con suavidad las manos huesudas de la niña.
—Escúchame, niña. Nadie merece ser tratada así. No sé lo que has vivido, pero sé que eres buena y mereces vivir.

Con ayuda de Margaret, Sofía comenzó a colaborar en la pequeña panadería. Aunque el trabajo no era pesado, las miradas juzgadoras de algunos clientes la ponían nerviosa.

—¿Quién es esa chica? —susurró una mujer a Margaret, con expresión suspicaz—. No me gusta. No dejes que te arruine la reputación.

—Lo que hago no es asunto tuyo. Si no te gusta, ve a otra panadería —cortó Margaret.

Pero no todos eran bondadosos. Una tarde, mientras Sofía limpiaba mesas, entró un hombre con un abrigo grueso. Era Esteban, dueño de la tienda de comestibles cercana, famoso por tacaño y entrometido.

—Margaret, necesito hablar —dijo, lanzando una mirada de desaprobación a Sofía.
—¿Qué pasa, Esteban?

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