Mi hijo Paulo apenas llevaba una semana de casado con Mira.
Su boda en Batangas fue sencilla —sin hotel de lujo ni lámparas de cristal— solo nuestra iglesia, sillas de plástico bajo una lona, y ollas humeantes de pancit y kaldereta sobre largas mesas.
Aun así, fue perfecta: risas que hacían temblar las ventanas, lágrimas con sabor a esperanza y promesas dichas con voces firmes y ojos brillantes.

Desde el primer momento, Mira me pareció la nuera ideal.
Dulce, educada y siempre sonriente. Saludaba a todas las tías con las dos manos, llamaba “Tita”, “Tito” o “Nanay” a los mayores, como si los conociera de toda la vida.
Hasta los vecinos más difíciles de complacer no paraban de elogiarla.
—Somos afortunados de tener una nuera tan encantadora —les decía a mis amigas del mercado, con el pecho lleno de orgullo.
Pero apenas unos días después de la boda, algo empezó a inquietarme.
El secreto de las sábanas
Cada mañana, sin falta, Mira recogía las sábanas, las mantas y las fundas, las lavaba y las tendía al sol.
A veces las cambiaba dos veces al día, como si la cama fuera un altar que debía renovarse constantemente.