La Invitación Dorada: El Rescate de la Cenicienta Invisible

El Silencio Que Rompió a la Bestia

El oro del sobre quemaba la mano de Isabella. Un calor frío. Mortal.

Estaba sola en su desván, el techo inclinado rozándole el alma. Abajo, en la mansión Harrison, la música ya era un latido sordo. La Gran Gala de Caridad. Quinientos invitados. Un circo de diamantes y mentiras.

Ella, la sirvienta, estaba invitada. Una broma cruel. Lo sabía.

Respiró hondo. El aire olía a moho y desesperación. Tres años. Tres años de rodillas. Tres años de insultos disfrazados de órdenes. Su dignidad, una moneda gastada.

Recordó el vino. La alfombra blanca. La risa de Amanda. “Mira a la sirvienta, tan patética.” Recordó el corte en su mísero sueldo.

“No puedo más,” susurró a la foto descolorida de su madre. La voz interior llegó, nítida: “Mantén la cabeza alta, Isabella.”

El vestido rojo. Lo encontró en la tienda antigua. Vintage. Poder puro. Le costó casi todo, pero no era tela. Era armadura.

Se miró en el espejo roto. No era Isabella, la sirvienta. Era una extraña de ojos firmes, labios perfectos. La curva del escote, la silueta ceñida. Una llama en la oscuridad.

Cogió las llaves del desván. Las sopesó. Demasiado livianas.

Abajo, el taxi destartalado la esperaba. En el espejo retrovisor, el conductor asintió. “Tienes esto, señorita.”

El pánico era un hielo en su vientre. La mano temblaba.

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