El único pensamiento de Grace era su hija, Lena, esperándola en casa. Había aceptado ese trabajo para darle una vida mejor, para ahorrar para la universidad.
Ahora lo había perdido todo: su ingreso, su reputación, su dignidad.
Pero nadie sabía que una de las cámaras —la que Evelyn no sabía que existía— había captado algo más ese día.
Y lo que grabó pronto pondría toda la historia patas arriba.
Dos semanas después, Daniel Reed, el jefe de seguridad de los Monroe, estaba en su pequeña oficina revisando las grabaciones del sistema privado de respaldo de la casa. Había sido contratado recientemente y todavía estaba aprendiendo la red de cámaras que Richard había instalado. Algunas eran secretas —ángulos ocultos que solo Richard y Daniel conocían—.
Mientras Daniel pasaba los clips, algo llamó su atención: un movimiento dentro del despacho de Evelyn. La marca de tiempo coincidía con la mañana del robo. Pero, en lugar de Grace, la persona que entraba en el despacho era la propia Evelyn.
Daniel frunció el ceño. La vio acercarse al cajón, sacar un grueso fajo de billetes y meterlo en su bolso. Luego miró nerviosamente a su alrededor, como si escuchara pasos, antes de salir.
Reprodujo el video dos veces para asegurarse. Era clarísimo. Evelyn Monroe había tomado el dinero ella misma.
Una pesada comprensión lo golpeó: Grace había sido incriminada.
Daniel dudó. Exponer esto podría costarle el trabajo. Pero ocultarlo destruiría la vida de una mujer inocente.
Tras un largo suspiro, copió la grabación en una memoria USB.
Esa misma noche, Daniel visitó el modesto apartamento de Grace en Inglewood. Cuando ella abrió la puerta, sus ojos se agrandaron de sorpresa.
“¿Señor Reed? ¿Qué hace aquí?”
“Necesito mostrarle algo,” dijo en voz baja, entregándole la memoria. “Decías la verdad, Grace. Vi las grabaciones. La señora Monroe tomó el dinero ella misma.”
Grace se llevó las manos a la boca, ahogando un grito. Lágrimas brotaron de sus ojos, esta vez de alivio y asombro.
“¿Por qué haría algo así? Siempre la traté con respeto…”