Una humilde empleada de limpieza, sin tener con quién dejar a su pequeña hija, decidió llevarla al trabajo, pero jamás imaginó que la reacción de su jefe millonario cambiaría todo.
Claudia despertó a las 5:30 de la mañana como todos los días, con el cuerpo cansado y los ojos hinchados por el mal dormir, pero sin tiempo para quejarse.

El viejo despertador de su mesita ya ni sonaba, pero ella tenía el reloj en la cabeza desde que su esposo murió hace 4 años. Su hija Renata, de apenas 4 años, dormía profundamente abrazada a un peluche que ya tenía la oreja caída.
Claudia la miró por unos segundos antes de levantarse. Le daba tristeza despertarla, pero no podía dejarla sola. Otra vez tendría que llevarla al trabajo.
Se movió rápido por la pequeña casa que compartían en la colonia San Pedro. Una casa humilde, de paredes pintadas con pintura ya desgastada, un solo foco en el techo y una estufa vieja que tardaba en prender.
Sirvió un poco de avena con leche caliente para Renata y café negro para ella, todo en silencio para que la niña siguiera dormida un poco más.
Mientras desayunaba, pensaba en cómo explicarle al señor Leonardo que su hija estaría con ella otra vez. Ya le había dicho que no tenía con quién dejarla, pero siempre sentía que en cualquier momento le dirían que no podía seguir así, que se buscara otra opción. Como si eso fuera fácil.
Claudia ya había buscado guarderías, pero no le alcanzaba ni para la más barata y no tenía familia que pudiera ayudarle. Las cosas eran como eran.
A las 6:15 despertó a Renata con un beso en la frente. La niña abrió los ojos con flojera, se estiró y preguntó lo mismo que todos los días. Hoy vas a trabajar, mamá. Claudia sonrió y le respondió que sí, pero que iba a ir con ella, como otras veces.
Renata asintió contenta porque le gustaba la casa grande. Decía que parecía castillo. Aunque no la dejaban tocar casi nada, ella igual se sentía feliz solo de estar ahí.
Mientras la vestía, Claudia le repetía una y otra vez que no hiciera ruido, que no tocara nada sin permiso, que no corriera por los pasillos y que no entrara al despacho del señor Leonardo. Es muy importante que seas bien portada, mi hija. Yo necesito este trabajo.
Le decía con tono firme pero dulce. Salieron de la casa a las 7 en punto, como siempre. Caminaban cuatro cuadras hasta la parada del camión. Claudia con su mochila colgada al hombro y una bolsa con algo de comida.
Y Renata con una mochilita rosada donde llevaba unos juguetes pequeños y una libreta para dibujar, subieron al camión como cada mañana entre empujones y Claudia se aseguró de que la niña estuviera bien sentada junto a la ventana.
El trayecto duraba unos 40 minutos y Renata lo pasaba mirando los carros, la gente, los perros callejeros y preguntando cosas sin parar. Claudia contestaba lo que podía, aunque a veces no tenía cabeza para nada.
Llegaron a la colonia Lomas del Encino, donde todo era diferente. Calles amplias, árboles podados, casas con rejas eléctricas y jardineros uniformados desde temprano.
La mansión donde trabajaba estaba en la esquina de una calle silenciosa, detrás de un portón negro enorme. Claudia tuvo que hablar por el interérfono para que le abrieran.
El guardia de seguridad, el señor José, ya la conocía, le sonrió al ver a Renata y les abrió sin decir nada. Claudia se lo agradeció con una mirada rápida y entraron. La mansión era enorme, de dos pisos, con ventanales por todos lados y un jardín más grande que toda su calle junta. Claudia todavía se ponía nerviosa al entrar, aunque ya tenía dos años trabajando ahí.