
Todo estaba limpio, ordenado y olía a madera fina. El señor Leonardo casi nunca salía de su despacho en la mañana. Claudia sabía bien su rutina. Subía a las 8, bajaba a desayunar a las 9 y luego se encerraba a trabajar o salía a reuniones. A veces no lo veía en todo el día, solo le dejaba recados por medio del mayordomo. Ese día pensó que sería igual.
Entraron por la puerta de servicio como siempre. Claudia le pidió a Renata que se quedara sentada en una esquina de la cocina donde podía verla. Le dio unos lápices de colores y una hoja. La niña se puso a dibujar y ella se puso a limpiar empezando por el comedor. Todo iba normal.
Lavó los platos que había dejado la cocinera, barrió, trapeó, acomodó los cojines del sillón, quitó el polvo del mueble donde estaba la colección de botellas caras. A las 8:15 escuchó pasos en la escalera. El corazón le dio un vuelco. No esperaba que bajara tan temprano.
Leonardo apareció en la sala con una camisa blanca sin abotonar del todo y el ceño fruncido. Tenía el cabello un poco desordenado y cargaba una carpeta en la mano. Claudia se quedó congelada con el trapo en la mano. Él iba directo a la cocina. Cuando entró, se detuvo de golpe al ver a Renata ahí, sentada en el suelo, concentrada en su dibujo.
Claudia sintió que el estómago se le cerraba, respiró hondo, dio un paso adelante y le explicó que no tenía con quién dejarla, que solo sería por unas horas, que prometía que no causaría problemas. Leonardo no dijo nada, se agachó un poco apoyado en las rodillas y miró el dibujo de Renata. Era una casa enorme con una niña parada en el jardín y un sol grande en la esquina.
Renata lo vio y le dijo sin miedo, “Esta es tu casa, señor, y esa soy yo jugando.” Leonardo parpadeó, no dijo nada por unos segundos, luego se incorporó, se acomodó la camisa y, para sorpresa de Claudia sonrió. Una sonrisa leve, como si algo se hubiera desbloqueado adentro de él.
“Está bien”, dijo sin más y salió de la cocina. Claudia no supo qué pensar. Nunca lo había visto así. El señor Leonardo no era grosero, pero tampoco era cálido. Era un hombre serio, con mirada dura, que casi nunca hablaba más de lo necesario. Pero esa sonrisa fue algo que no esperaba. Siguió limpiando con el corazón agitado y miraba a Renata de reojo.
La niña seguía dibujando, tranquila, como si nada. A las 9 en punto bajó de nuevo. Claudia pensó que ahora sí vendría el regaño, pero no. Leonardo se sentó en la mesa del comedor y pidió que le sirvieran café. Luego desde la silla le preguntó a Renata cómo se llamaba.
Ella le respondió con toda la naturalidad del mundo, como si fueran amigos. Él le preguntó qué le gustaba hacer y ella respondió que dibujar, correr y comer pan dulce. Leonardo se rió. Una risa baja, pero real. Claudia sintió que algo raro estaba pasando y no sabía si debía preocuparse o no. El resto de la mañana fue diferente. Leonardo se quedó más tiempo en la casa.
salió al jardín a hacer unas llamadas, pero antes de salir le preguntó a Claudia si Renata podía jugar ahí un rato. Ella no sabía qué contestar, solo dijo que sí, si no era molestia, y él respondió que no, que le gustaba verla ahí. Claudia se quedó mirándolo sin saber cómo reaccionar. Mientras barría la entrada, vio a su hija corriendo entre los arbustos, riéndose sola, y a Leonardo sentado en una banca, mirando sin decir nada.
El hombre que había perdido a su esposa tres años atrás y que desde entonces vivía como sombra, ese día parecía estar volviendo a la vida. Claudia no entendía qué estaba pasando, pero por primera vez en mucho tiempo sintió que tal vez las cosas podrían cambiar y todo había empezado como un día cualquiera. Renata estaba sentada en el jardín con las piernas cruzadas, arrancando florecitas del pasto y haciendo montoncitos por color.
Llevaba puesta una blusita blanca con manchitas de jugo de naranja que no salieron en el lavado y una cola de caballo que ya se le había deshecho. Mientras jugaba, hablaba sola, como hacen los niños, inventando historias de que una flor era una princesa y otra era un dragón.
Claudia la miraba desde la puerta de la cocina limpiándose las manos con un trapo viejo. Le preocupaba que hiciera ruido o que ensuciara algo. No quería dar motivos para que le dijeran que no podía traerla más. Leonardo estaba dentro de su despacho, como siempre. Se escuchaban algunos ruidos de papeles y una llamada en altavoz.
Claudia no entendía de qué hablaba, pero su voz era firme, de esas que imponen, aunque no estés viéndolo. Cuando Renata empezó a cantar bajito mientras acomodaba sus flores en una fila, Claudia quiso correr a decirle que se callara, pero antes de que pudiera moverse, Leonardo salió. Iba con su celular en la mano y una expresión cansada. se detuvo de golpe al ver a la niña cantando.
Claudia se quedó paralizada. Esperaba que dijera algo, que la mandara a callar, que preguntara por qué estaba ahí otra vez, pero no. Leonardo guardó el celular en el bolsillo y se acercó despacio, sin que Claudia entendiera qué estaba haciendo. Se agachó a la altura de la niña y le preguntó qué estaba cantando.