500 millones de euros estaban a punto de desaparecer en la nada. Las computadoras más poderosas de España se apagaban una tras otra. Cincuenta ingenieros informáticos miraban aterrorizados las pantallas negras mientras el CEO, Miguel Fernández, veía su imperio colapsar en directo. El contrato más importante de la historia empresarial española se desvanecía, miles de millones de euros de inversores huían y el pánico era total. Nadie sabía qué hacer.
—Se acabó —gritó alguien—. ¡Hemos perdido todo!
Miguel sentía cómo el sudor frío le recorría la espalda. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales de la Torre Picasso. El reloj marcaba las 14:39.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Miguel, con la voz ahogada por la ansiedad.
—Una hora y veinte minutos —respondió el director técnico, limpiándose el sudor de la frente—. Si no lo resolvemos antes de las cuatro, los japoneses cancelarán el contrato y se irán con la competencia.
Cinco años de trabajo, la innovación más revolucionaria en inteligencia artificial, el futuro de la empresa, todo pendía de un sistema bloqueado en el peor momento posible. Miguel, rodeado de los mejores ingenieros del país, sólo veía rostros pálidos y dedos temblorosos tecleando frenéticamente sin resultado. Nadie tenía una respuesta.
En un rincón, casi invisible, Carmen Ruiz vaciaba papeleras. Llevaba dos años ayudando a su padre, el conserje, para pagarse la universidad. Estudiaba informática en la Politécnica, pero nadie en la oficina lo sabía. Nadie la notaba, ni siquiera cuando, por las noches, se quedaba mirando las pantallas y escuchando a los técnicos hablar de sistemas y algoritmos. Pero Carmen veía lo que otros no veían. Sus ojos recorrían los monitores, los servidores, los cables. Reconocía los síntomas de un problema que ya había resuelto mil veces en su laboratorio casero, armado con piezas recicladas y mucha curiosidad.
Mientras el caos crecía, Carmen sintió el pulso acelerarse. Sabía exactamente qué pasaba y cómo solucionarlo. Se acercó despacio a la mesa principal. Dudó un segundo, pero la desesperación en la sala era tan grande que se atrevió a hablar.
—Perdón… ¿yo podría intentar arreglarlo?
Cincuenta cabezas se giraron. Miguel la miró como si viera un fantasma.
—¿Tú? ¿Quién eres?
—Carmen Ruiz, señor. Soy la hija de Antonio, el conserje. Estudio informática en la Politécnica y… creo que sé qué está pasando.
El director técnico, hombre de cincuenta años y veinte de experiencia, se rió nervioso.
—Niña, aquí están los mejores informáticos de España. Si no podemos nosotros…
—Con todo respeto —lo interrumpió Carmen, con cortesía pero firmeza—, están buscando el problema en el lugar equivocado. No es hardware ni un virus. Es un error en la programación del firewall que he visto mientras estudiaba para mi examen de sistemas distribuidos.
Miguel miró el reloj. Faltaban 72 minutos. Sus ingenieros no tenían solución. La joven parecía tan segura que casi le creyó.
—¿Y tú sabes cómo arreglarlo?
—Sí, señor. He escrito un parche que podría neutralizar el conflicto, pero necesito acceso al servidor principal.
Un silencio glacial llenó la sala. El servidor principal era el cofre del tesoro: secretos comerciales, patentes, códigos fuente. Nadie podía acceder sin autorización de nivel 10.
—Eso es imposible —dijo el director de seguridad.
Una voz grave interrumpió desde la puerta.