La esposa, a quien le quedaba muy poco tiempo de vida, recibió la visita en su habitación del hospital de una niña que le pidió que fuera su mamá.
Alla permanece en silencio durante un largo rato antes de responder:
—No… No funcionó. ¿Y dónde está tu mamá?
Katya baja la mirada:
—Me dejó. Vivo aquí temporalmente. Mi abuela está cerca, pero siempre está ocupada. Dice que ya estoy grande, que puedo con todo yo sola. Y de verdad que sí… Pero a veces quiero que alguien me esté esperando.
A Alla se le encoge el corazón. En estas palabras: resentimiento adulto, dolor y confianza. Estas palabras hacen reflexionar: cuánto se ha perdido antes, cuánto ha perdido en la vida, en la gente, en sí misma.
Katya salta y la abraza inesperadamente, con fuerza, como sólo los niños pueden hacerlo:
—¿Me dejas ser tu hija? Si quieres, claro.
— “Vamos”, exhala Alla y por primera vez en muchos años se permite ser simplemente una mujer: viva, real, sin máscaras ni deberes.
Una liviandad se extiende por su cuerpo. Una esperanza cautelosa despierta en su alma. Katya parece sentirla. Toma la mano de Alla, acariciándola con su dedo fresco.
—Todo estará bien. Porque ya no estás solo.
En ese momento, se oye la voz de una enfermera en el pasillo: es hora de irse. Katya esconde rápidamente una flor dibujada bajo la almohada y desaparece. Alla la ve irse y de repente se da cuenta de lo mucho que anhela su próximo encuentro.
El siguiente despertar, claro, transparente. El dolor ha retrocedido, oculto en lo más profundo. Sobre la mesita de noche, una jarra de agua; al otro lado de la ventana, una rama de lila cruje contra el cristal. Yuri Anatolyevich entra casi de inmediato, sonriendo cansado pero sincero: