La esposa, a quien le quedaba muy poco tiempo de vida, recibió la visita en su habitación del hospital de una niña que le pidió que fuera su mamá.
—Soy Katya. ¿Estás durmiendo o muerta?
— “No… no estoy muerta”, dice Alla con dificultad.
—Bien —suspira la chica aliviada—. Porque aquí es muy aburrido.
En esas palabras infantiles, de repente hay una calidez, la que solo tienen los niños fuertes. Katya habla de la guardería, donde todos son malos, de una madre que nunca está ahí para ella y de una abuela que hornea panqueques.
Alla escucha como desde lejos. En su interior, un dolor familiar despierta: el deseo de tener a su propia hijita, por quien valdría la pena luchar. Pero los hijos nunca llegaron, y ahora solo hay vacío y amargura por lo perdido.
Katya toma su mano y susurra:
—Vendré mañana. Pero no te mueras, ¿vale?
La chica desaparece tras la puerta, disolviéndose en la luz. Alla regresa a la oscuridad, pero ahora con una nueva sensación: una anticipación cautelosa, casi desconocida.
Otro regreso, más claro. Calidez, nuevos olores, el aire se vuelve un poco más ligero. La sala ha cambiado: junto a la ventana, un extraño. Se acerca, dejando tras de sí un rastro de frescura y ansiedad.
—¿Ya despertaste? Excelente, Alla. Soy tu médico de cabecera, Yuri Anatolyevich.
Su voz es suave, pero su mirada es profesional, sin exceso de emoción, pero también sin crueldad. Alla se da cuenta: está viva. ¿Pero por cuánto tiempo? Le duele tanto todo el cuerpo que pensarlo le aterra.
—Tu condición es grave, pero vemos mejoras. Lo estás superando. Si sigues luchando, todo saldrá bien —dice, como un hijo hablando con su madre.