Mientras caminaban, Ruth, que apenas se sostenía, escaneaba las tiendas, memorizando precios en las ventanas. Al llegar a la modesta casa de Thomas, detrás del almacén, él le indicó un pequeño cuarto de herramientas.
—Aquí tienes una sola tarea —dijo Thomas, dejándole un cuenco de avena caliente—. Recuperarte. Primero tienes que vivir.
Él estableció una rutina: tres comidas al día. Para Ruth, que había sobrevivido con sobras agrias, parecía un banquete. La transformación fue milagrosa. En una semana, sus heridas sanaron y la tos remitió.
Pero fue en la segunda semana cuando Thomas notó algo extraordinario. Al volver de unas entregas, encontró el almacén completamente reorganizado. Las mercancías, antes dispersas, estaban ahora dispuestas sistemáticamente: productos secos en una sección, enlatados en otra, herramientas agrupadas por tamaño. Junto a cada categoría, había pequeñas notas improvisadas con cálculos de márgenes de beneficio.
—Ruth, ¿tú hiciste esto? Ella asintió, tímida. —¿Cómo sabes sobre márgenes de beneficio? —Observo, señor. Siempre lo he hecho —respondió ella.
Intrigado, Thomas comenzó a ponerla a prueba. Dejaba facturas complejas e inventarios sobre el escritorio. Al regresar, encontraba correcciones a errores que él mismo no había notado y sugerencias de optimización.
La verdad se reveló. Durante años de esclavitud, Ruth había transformado el sufrimiento en conocimiento. Mientras otros esclavos se centraban en sobrevivir, ella observaba las negociaciones de sus amos, calculaba los beneficios de las cosechas y memorizaba los precios.