Los vecinos se arremolinaron mientras la policía escoltaba a Clara hasta el gran portal.
Ella no se resistió. No lloró. Pero la humillación quemaba más fuerte que cualquier herida.
Los susurros la perseguían por la calle: «Parecía tan correcta…». «Parece que ni los más sensatos se resisten a los diamantes».
Al atardecer, Clara había perdido su trabajo, su techo y su reputación.
Esa noche, se sentó en su minúsculo apartamento, el silencio pesando sobre ella como una piedra. Sus manos, esas mismas manos que habían construido el confort de otros, temblaban sin parar.
Y lo que le rompió el corazón no fueron los rumores. Fue el silencio de Ethan.
La visita
Los días pasaron, crueles. Luego, una mañana, llamaron tímidamente a su puerta.
Cuando abrió, lo vio: Ethan, con los ojos grandes, las mejillas enrojecidas de haber corrido.
«¡Clara!», jadeó, lanzándose a sus brazos.
Ella lo abrazó con fuerza, las lágrimas finalmente libres. «Oh, Ethan…».
Él se apartó y le tendió algo: una foto arrugada de sus manos entrelazadas.
«La guardé», dijo con orgullo. «Así no me olvidarás».
Su corazón se rompió y se recompuso en el mismo aliento.
«Jamás, mi niño. Nunca podría olvidarte».
Solo se quedó unos minutos —el chófer de su abuela lo esperaba— pero esos minutos bastaron para devolverle las fuerzas.
Fuerzas que pronto necesitaría.
El juicio