El palacio de justicia olía a papel, a sudor y a juicio.
Clara se sentó sola en el banquillo de los acusados, vestida con su uniforme gastado, la única ropa «decente» que poseía. Su nueva abogada, Emily, apenas salida de la facultad, parecía decidida pero nerviosa.
Enfrente, los Hamilton: Adam rígido, Margaret serena, sus perlas brillando bajo la luz.
El fiscal describió a Clara como una sirvienta calculadora, que se había ganado la confianza de la familia para traicionarla mejor por codicia.
«Vivía en medio del lujo», tronó. «La tentación era solo cuestión de tiempo».
Murmullos recorrieron la sala.
A Clara le picaban los ojos, pero mantuvo la cabeza alta.
Cuando llegó su turno, se levantó, frágil pero inquebrantable.
«Nunca he robado nada», dijo en voz baja. «Los Hamilton eran mi familia. Quería a ese niño como si fuera mío».
Sus palabras quedaron suspendidas, desnudas y temblorosas.
El juez asintió gravemente, pero la sala permaneció helada.
Hasta que una pequeña voz la atravesó.
El niño que dijo la verdad
«¡Esperen!».
Las puertas se abrieron de golpe. Ethan apareció, sin aliento, con su tutor detrás de él.
«¡Ethan!», exclamó Adam, pero el niño se zafó y caminó directo hacia Clara.
Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras señalaba a su abuela.
«¡No fue ella! ¡Clara no tomó nada!».
Un silencio estupefacto se instaló.
El rostro de Margaret se descompuso. «Ethan, deja estas tonterías…».
Pero la voz del niño se elevó aún más.
«¡Te vi, abuela! ¡Tenías el broche! Dijiste: “Clara será un blanco fácil”. ¡Lo escondiste en tu caja dorada!».
Exclamaciones recorrieron la sala. Incluso Adam se quedó paralizado, con la boca entreabierta.
El juez se inclinó. «Hijo, ¿estás seguro?».
Ethan asintió, con la voz temblorosa pero segura. «Está en su despacho. El cajón con la llavecita en forma de león».
Emily se levantó de un salto. «Su Señoría, solicitamos una orden de registro de inmediato».
Unos minutos después, dos oficiales salieron de la sala. El aire vibraba de tensión. Margaret permanecía inmóvil, apretando su collar de perlas con tanta fuerza que amenazaba con romperse.
Cuando los agentes regresaron, traían una caja dorada y, dentro, el broche perdido.
La sala estalló.
La verdad al desnudo