La empleada doméstica acusada de robo entró sola en la sala de audiencias, pero cuando el hijo del millonario tomó la palabra en el estrado, la verdad hizo estallar el silencio del tribunal.

Todo comenzó un tranquilo jueves por la mañana. El sol apenas salía cuando un grito desgarró la mansión.

De pie en su habitación, con el rostro pálido, Margaret Hamilton señalaba con mano temblorosa un estuche de terciopelo vacío sobre su tocador.

El broche de diamantes, la herencia más preciada de la familia, había desaparecido.

En pocos minutos, su voz resonó en los pasillos como una sentencia.

«¡Fue ella! ¡La doméstica! ¡Es la única que entró en mi habitación!».

Clara se congeló en el pasillo, con un cubo todavía en las manos.

«Señora Hamilton, por favor», susurró con voz quebrada. «Jamás tomaría lo que no me pertenece».

Pero Margaret fue implacable. «¡Basta de mentiras! ¡Confiaba en ti y me has traicionado!».

Adam llegó, atraído por el tumulto. Miró a Clara, esta mujer que casi había criado a su hijo, con ojos nublados por la duda.

«Madre, no saquemos conclusiones precipitadas…».

Margaret lo interrumpió en seco. «¡Si no actúas ahora, desaparecerá con él!».

Y, bajo la mirada de su madre, Adam cedió. La mujer que había dado la mitad de su vida a su familia fue despedida en el acto.

La caída

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