—¿Cómo puede pasar esto en un lugar sin hombres? —susurró una guardia.
—Sin hombres… —respondió otra en voz baja— que sepamos.
La noticia se extendió como fuego por los pasillos.
Algunas reclusas estaban aterradas; otras lo tomaban como una maldición o un milagro.
Los rumores crecieron: historias de ruidos extraños, experimentos secretos, castigos divinos.
Algunas juraban escuchar pasos suaves por las noches, rejillas de ventilación moviéndose, susurros detrás de las paredes.
Elena se negó a creer en supersticiones.
Pidió instalar cámaras ocultas, que solo ella y el alcaide conocerían.
Las colocó en la enfermería, la lavandería y el ala de almacenamiento —los pocos lugares donde las cámaras de seguridad no tenían ángulos claros.
Lo que descubrió semanas después cambiaría todo.
A las 2:13 de la madrugada de un martes, una de las microcámaras captó movimiento.
Una sombra salió por la rejilla de ventilación.
Luego, una persona cubierta con un traje de sanidad completo y máscara se deslizó con precisión —como alguien que sabía exactamente dónde las cámaras no podían verlo.
Llevaba una jeringa en la mano.