Embarazada.
La doctora Elena Briceño, médica principal del penal, observó el informe incrédula.
No podía ser cierto.
Santa Lucía era una prisión de máxima seguridad solo para mujeres.
Sin contacto masculino. Sin encuentros privados.
Cada visita supervisada, cada paso grabado.
La única explicación posible era la que nadie se atrevía a decir en voz alta:
algo estaba ocurriendo fuera del alcance de las cámaras.
Elena ordenó otra prueba.
Luego otra más.
Todas salieron positivas.
Cuando llevó los reportes al alcaide Samuel Pérez, su rostro se tornó pálido.
—Eso es imposible —murmuró—. Hazlo de nuevo.
Pero en dos semanas, Mara no fue la única.
Tres mujeres más —de módulos distintos— mostraron los mismos resultados.
El alcaide ordenó un encierro interno.
Las celdas fueron registradas dos veces al día.
Las reclusas interrogadas durante horas, acusadas de mentir o de buscar atención.
Pero las pruebas no mentían.