Si no hubiera desobedecido ese día, hoy la hija del millonario estaría bajo tierra. Esa frase quedó grabada en la memoria de Clara, como una marca imposible de borrar. Todo empezó con un ruido sordo, un vaso de cristal estrellándose contra el suelo y después el silencio aterrador de un cuerpo desplomándose en el mármol de la mansión Vega. Camila, la niña de 8 años, única hija de Alejandro Vega, ycía inmóvil.
Sus pestañas cerradas parecían alas rotas, su piel estaba blanca como la cal y un ligero temblor en sus labios morados anunciaba que algo dentro de ella estaba fallando. El caos estalló en segundos. Una criada gritó, otra se tapó la boca con las manos. El mayordomo, paralizado, no hacía más que repetir la misma orden absurda.
Llamen al señor, llamen al médico privado. Pero nadie se movía, nadie actuaba. El miedo a equivocarse era más fuerte que el instinto de salvarla. Clara, con el corazón golpeándole en el pecho, corrió hasta la niña. Se arrodilló, le tocó la frente, notó el sudor frío, buscó el pulso en su muñeca, irregular, débil, apenas un suspiro.
Ese fue el instante en que entendió la magnitud de lo que ocurría. Camila se estaba apagando delante de todos y nadie hacía nada. Hay que llevarla al hospital ya, gritó Clara con una voz que no parecía la suya. El resto del personal la miró como si estuviera loca. ¿Estás loca?, dijo la cocinera. El señor Vega nos matará si la tocas. Clara apretó los dientes.

Sentía en la garganta un fuego que la empujaba a decidir. Sabía que si esperaba a que el millonario llegara, ya sería tarde. Sabía que si confiaba en que apareciera el famoso médico privado, perderían los segundos más importantes. Tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre.
Con las manos temblorosas, pero llenas de una fuerza que ni ella conocía, metió los brazos bajo el cuerpo frágil de la niña y la levantó. El peso casi la dobló, pero no se detuvo. Clara, no! Gritó el mayordomo. Si cruzas esa puerta, no tendrás trabajo mañana, chilló otra empleada. Clara, con la niña en brazos, los miró a todos con los ojos encendidos.
Prefiero perder mi trabajo a perder la vida de esta niña. Y sin mirar atrás, salió corriendo hacia la calle, donde un taxi destartalado pasaba en ese instante. Levantó un brazo, casi en un grito desesperado. El auto frenó de golpe. “Al hospital rápido”, suplicó. “Es una emergencia.
“El taxista dudó al ver su ropa de empleada humilde y su falta de dinero, pero cuando notó el cuerpecito pálido en sus brazos, pisó el acelerador sin hacer preguntas. Mientras el motor rugía y la mansión quedaba atrás, Clara abrazó a la niña como si fuera su propia hija, susurrándole entre lágrimas: “Resiste, pequeña, resiste.” Lo que Clara no sabía era que con ese acto desesperado no solo estaba desafiando al hombre más poderoso que había conocido, sino también reescribiendo su propio destino.
El taxi avanzaba a toda velocidad, zigzagueando entre autos, mientras el motor viejo rugía como si fuera a reventar. Clara sujetaba a Camila contra su pecho, sintiendo como su respiración era cada vez más débil. El corazón de la niña latía a trompicones como un tambor a punto de romperse. “Más rápido, por favor”, suplicó al conductor con la voz ahogada por el miedo.
El hombre, con las manos apretadas al volante, respondió sin mirarla. “Señora, si voy más rápido, nos matamos todos. Ya la estoy perdiendo”, gritó Clara. “Mate el coche si quiere, pero no a ella”. El taxista la miró por el retrovisor y al ver la palidez de la niña, pisó el acelerador hasta el fondo. El motor chilló, los neumáticos chirriaron y el coche voló sobre los baches como si fuera un caballo desbocado.
Clara lloraba en silencio, susurrando al oído de la niña. “Aguanta, pequeña, aguanta un poquito más.” El hospital apareció al final de la avenida como un faro en la tormenta. El taxi frenó de golpe frente a la entrada de emergencias. Clara salió casi cayéndose con Camila en brazos y corrió hacia la puerta. Emergencia, una niña.
Ayuda, por favor, gritó con toda la fuerza que tenía en el cuerpo. Dos enfermeros acudieron corriendo con una camilla. ¿Qué ocurrió?, preguntó uno. Se desmayó. No respira bien. Su pulso es débil. No sé qué tiene, pero está empeorando. Respondió Clara con la voz quebrada. Los hombres colocaron a la niña en la camilla y la llevaron hacia dentro.