Clara quiso seguirlos, pero una enfermera la detuvo con la mano en el pecho. Usted no puede entrar. Es la madre. No. Clara bajó la mirada apretando los labios. Soy empleada de la casa. La enfermera la miró de arriba a abajo con cierto desprecio. Entonces espere afuera. Clara se quedó paralizada en la sala de espera con el corazón hecho pedazos.
Sus manos aún temblaban por la adrenalina. Miraba fijamente la puerta de urgencias, deseando poder entrar, ayudar, hacer algo más. Una voz chillona rompió el ambiente clara. Era el mayordomo de la mansión, empapado de sudor, que acababa de llegar en uno de los autos de lujo del señor Vega.
¿Qué has hecho, insensata? Sacaste a la niña sin permiso, la moviste, la expus a quién sabe qué. El señor Vega te va a destruir por esto. Clara lo miró con lágrimas en los ojos, pero sin arrepentirse. Si no la sacaba yo, ahora estaría muerta. El hombre levantó la mano como si quisiera abofetearla, pero se contuvo al notar que otras personas en la sala los observaban.
¿Sabes lo que significa? Te metiste en un terreno del que no saldrás. Clara cerró los ojos. Por dentro temblaba, pero hacia afuera solo dijo, “Si salvarla es un error, lo volvería a cometer.” Pasaron minutos eternos. Los ruidos de las máquinas, los pasos de los médicos, los gritos de órdenes resonaban desde dentro de urgencias.
Clara sentía que cada segundo era un castigo y entonces la puerta se abrió de golpe. Alejandro Vega apareció como una tormenta, traje oscuro, el rostro desencajado, los ojos enrojecidos de furia. A su lado venían dos guardaespaldas y el director del hospital, que se inclinaba servilmente al caminar.
El magnate cruzó la sala con pasos largos y su voz tronó como un trueno. ¿Dónde está mi hija? El director se apresuró a responder. En cuidados intensivos, señor Vega. Los médicos están estabilizándola. Alejandro se volvió hacia Clara. Sus ojos eran cuchillos. ¿Fuiste tú? ¿Fuiste tú la que la sacó de la mansión sin mi permiso? Clara sintió que el aire se le helaba en los pulmones, pero no bajó la mirada. Sí, fui yo.
El millonario dio un paso hacia ella con la furia contenida en cada músculo. ¿Quién te crees que eres? ¿Cómo te atreves a tocar a mi hija? Una empleada miserable decidiendo por la vida de mi sangre. Las palabras fueron como látigos. La sala entera enmudeció. Clara, con lágrimas corriendo por sus mejillas, respondió en un hilo de voz, pero firme. Me atreví porque nadie hacía nada.
Me atreví porque vi cómo se apagaba en mis brazos y me atreví porque preferí cargar con su odio antes que con la culpa de dejarla morir. El silencio fue sepulcral. Alejandro quedó petrificado, con el puño apretado, como si no supiera si gritar o callar. De pronto, un médico salió de urgencias.
tenía el rostro tenso, pero hablaba con voz segura. Señor Vega, quiero que sepa algo. La decisión de traerla rápido salvó a su hija. Si hubieran esperado media hora más, no estaríamos aquí hablando de estabilizarla, sino de prepararse para lo peor. La sala se llenó de murmullos. Alejandro abrió los ojos con un impacto visible, pero no miró al médico, miró a Clara.
Ella, agotada, con el uniforme de limpieza manchado y el cabello enredado, sostenía su mirada con lágrimas, pero sin miedo. Por primera vez, Alejandro no supo qué decir. Las luces blancas del hospital quemaban los ojos como cuchillas. Clara llevaba horas en la sala de espera con las manos entrelazadas, rezando en silencio por la niña.
Cada minuto era un tormento. El eco de pasos apresurados, el pitido de máquinas y los murmullos de las enfermeras hacían que su corazón se encogiera aún más. De repente, la puerta de la UCI se abrió. Una enfermera salió con el rostro sudoroso. La niña está estable por ahora. Clara se cubrió la cara con las manos.
Un sollozo de alivio escapó de su pecho. No le importó que todos la miraran. Había valido la pena, pero la calma duró segundos. Alejandro Vega apareció con pasos firmes, la mirada de un depredador y la ira desbordando en cada movimiento. Se detuvo frente a Clara, alto, imponente, con los ojos encendidos. Explícame”, exigió con voz baja y peligrosa.
“¿Cómo sabías que tenías que traerla de inmediato?” Clara tragó saliva. “Lo vi en sus síntomas. Estaba perdiendo aire. El pulso se le debilitaba.” Alejandro la interrumpió inclinándose hacia ella. “No eres médico, no eres nadie. ¿Cómo demonios sabías todo eso?” El silencio cayó como un peso insoportable. Los empleados del hospital fingieron trabajar. Pero escuchaban atentos.
Clara apretó los labios. Porque he visto cosas así antes respuesta no hizo más que avivar la furia de Alejandro. Antes dónde en qué tugurio aprendiste eso? Las palabras fueron crueles, pero Clara no bajó la cabeza. No importa dónde, importa que su hija está viva. Un murmullo recorrió el pasillo. Dos enfermeras cuchicheaban detrás de la recepción.
Alejandro frunció el ceño al escuchar su voz baja. ¿No es ella la que trabajó aquí hace años? Sí, la recuerdo, pero algo pasó, ¿no? La sacaron del hospital. El millonario giró la cabeza como un rayo. ¿Qué dijeron? Las enfermeras se callaron de inmediato bajando la mirada, pero la semilla de la sospecha estaba sembrada en él. Alejandro volvió a mirar a Clara, esta vez no con furia, sino con un brillo oscuro en los ojos. Desconfianza.
Tú me estás ocultando algo. Horas más tarde, Clara logró entrar a la habitación donde Camila descansaba. La niña estaba conectada a máquinas, pero ya abría los ojos lentamente. Al verla, intentó sonreír. “Tú”, susurró débilmente. Clara le acarició la frente con ternura. “Tranquila, pequeña, ya estás a salvo.
“El corazón de Clara se apretó. Sabía que aún no estaba fuera de peligro, pero ver esa chispa en los ojos de la niña le devolvía esperanza. De pronto, Alejandro irrumpió en la habitación. El aire se volvió denso. Se acercó a la cama, besó la frente de su hija y luego miró a Clara como si fuera un intruso. “Sal”, ordenó con voz seca.