Marta se quedó en la cocina mirando la nevera abierta, como si de repente la viera por primera vez. Las palabras de Clara flotaban en el aire, pesadas pero tranquilas, como una puerta que se cierra con firmeza después de demasiado tiempo abierta. No había gritos, no había rabia; solo una seguridad fría, clara y definitiva. Clara cerró la nevera sin hacer ruido y volvió a su escritorio. La casa entera pareció contener la respiración.
El resto del día transcurrió en un silencio extraño. Marta no arrastró sillas, no golpeó los platos, no murmuró comentarios sarcásticos. Clara trabajó con los auriculares puestos, pero aun así podía sentir el nuevo peso de la calma. Por primera vez en meses, el ruido constante de fondo había desaparecido. Solo se oía el tecleo del ordenador y, de vez en cuando, el leve zumbido de la nevera.
Cuando Lucas volvió del trabajo, se detuvo un segundo en el umbral. Había algo distinto: no olía a detergente, no sonaba la televisión, y su madre no lo esperaba con la lista de quejas preparada. Marta estaba sentada en la mesa, con una taza de té entre las manos.
— ¿Todo bien? — preguntó él, con cautela.
— Todo bien, — respondió Clara sin apartar la vista de la pantalla. — Ha sido un día tranquilo.
Marta asintió, sin decir nada. Por primera vez, su silencio no era un arma, sino una reflexión.
Más tarde, Lucas la encontró en el balcón, mirando las luces de la ciudad.
— Mamá, ¿estás bien? — le preguntó.
— Sí… solo estaba pensando, — dijo ella despacio. — Quizás he sido demasiado dura con Clara. En mis tiempos, trabajar significaba estar de pie todo el día, levantar peso, sudar. Pero ahora… el mundo funciona diferente. Y me costaba entenderlo.