La arena del desierto cantaba con el aliento del viento.

—Tengo miedo de despertar —respondió él, volviéndose hacia ella—. Porque cada mañana me recuerda que ya no me queda nadie a quien amar.

Y ella se acercó. Se quedó allí de pie hasta que el alba tocó el horizonte.

Los rumores crecieron. El Consejo del Emirato exigió que el jeque eligiera una novia «digna». Kamal guardó silencio. Y Eliana comprendió que sus días en el palacio estaban contados.

Cuando le ordenaron empacar, no lloró. Simplemente acarició las flores del jardín y susurró:

—Desierto, marca mi camino.

Pero esa misma noche, él llegó. Sin avisar, sin decir palabra. Simplemente se arrodilló ante ella y le tocó las manos.

—Cambiaste mi corazón, Eliana. No creía que aún pudiera sentir. Y ahora no sé cómo vivir sin ti.

Ella le acarició el rostro y, por primera vez, las lágrimas brillaron en sus ojos. —Entonces ámame… aunque el mundo te dé la espalda.

—El mundo ya te ha dado la espalda —respondió él—. Solo quedas tú.

Se casaron en secreto, lejos del palacio, bajo las estrellas del desierto. Ella llevaba un sencillo velo blanco, y él no portaba corona ni símbolos de poder. Solo dos corazones latiendo al unísono.

Pero la felicidad en el desierto no dura mucho. Cuando el consejo se enteró del matrimonio, una tormenta se cernió sobre el palacio. Kamal fue declarado traidor a la tradición. Su séquito se rebeló contra él, y surgieron intrigas y conspiraciones.

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