La arena del desierto cantaba con el aliento del viento.

—Probablemente porque soy la única a la que no me importaría perder.

El silencio se apoderó del salón. Y algo, apenas perceptible, brilló en sus ojos.

Los días se le escapaban como arena entre los dedos. Kamal la observaba desde lejos. Ella no intentaba complacerlo, no buscaba su mirada. Paseaba por los jardines del palacio, tocaba las flores moradas que crecían en la piedra y a menudo conversaba con el cielo silencioso.

Un día, la encontró en la biblioteca. Estaba de pie junto a la estantería, pasando el dedo por el polvo, y susurraba los versos de un poema. Su voz era débil, pero las palabras estaban llenas de vida.

—Lees como si sintieras dolor —dijo él, acercándose.

—Y lo dices como si le tuvieras miedo —respondió ella.

Y por primera vez en años, sonrió. No en serio.

Hacía calor, no frío; era humano.

Pero los cortesanos no dormían. Los rumores se deslizaban por los pasillos como serpientes: «Un mendigo europeo ha conquistado el corazón del jeque». «Una vergüenza para la dinastía». Isabela escribía cartas exigiendo la devolución de su hija. Ariadna, al enterarse, hervía de rabia.

Eliana, sin embargo, vivía como en un sueño. Le parecía que el mundo más allá de los muros del palacio había dejado de existir. Kamal se convirtió en su amigo, su compañero, su secreto. Hablaba de guerras, del desierto, del dolor oculto tras el oro del poder. Ella escuchaba y veía en él no a un gobernante, sino a un hombre.

Una noche, cuando el calor azotó el palacio, Eliana oyó un gemido sordo. Salió de la habitación y lo vio de pie junto a la balaustrada. El viento agitaba sus ropas; sostenía una copa de vino y sus ojos reflejaban una tormenta.

—¿Tienes miedo de dormir, Alteza? —preguntó ella en voz baja.

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