La arena del desierto cantaba con el aliento del viento.

Su padre murió, dejando tras de sí deudas y vergüenza. La casa se llenó de un frío que ninguna chimenea podía calentar. Isabella organizaba fiestas, fingiendo que todo seguía igual, y escondía a Eliana en la cocina, lejos de los invitados, para que no los «avergonzara con su aspecto».

Pero el destino disfruta de las provocaciones. Y un día, un mensajero con un traje elegante trajo una carta, sellada con lacre, con aroma a Oriente y a arena.

Desarrollo

La carta era de un viejo conocido de la familia: el embajador de un rico estado árabe. Escribió sobre el jeque Kamal ibn Rashid, quien buscaba esposa. No por amor, sino por deber, en aras de una alianza, en aras del equilibrio político. Solo había una condición: la novia debía ser de noble cuna, de buena familia, refinada y… hermosa. —¡Ariadna nació para esto! —exclamó Isabela, temblando de alegría—. ¿Pero y si la rechaza? ¿Y si la considera indigna? ¡Entonces su reputación quedaría arruinada!

Y entonces, una decisión descabellada brilló en los ojos de su madre, brillante en su crueldad.

—Que Eliana vaya primero —susurró—. No la elegirá. Nadie lo sabrá. Y si ocurre un milagro, mucho mejor.

Eliana no replicó. Hacía tiempo que había perdido la esperanza. Pero cuando tuvo el billete en sus manos, cuando su maleta estaba junto a la puerta, por primera vez su mirada no mostró resignación, sino una silenciosa determinación. Lo sabía: no iba por su madre, no por su familia. Por sí misma. Para vivir algo propio por una vez en su vida, aunque significara el final.

El desierto la recibió con el aliento de la muerte. El viento azotaba su piel como llamas, la arena le picaba en los ojos. Todo a su alrededor parecía extraño, demasiado grandioso para ser real.

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