La arena del desierto susurraba al viento. Donde el cielo se fundía con la tierra, donde el sol se desvanecía lentamente en el púrpura del atardecer, y cada aliento quemaba los pulmones, se alzaba un palacio, como nacido de la leyenda misma. Sus blancas paredes brillaban bajo el sol, y sus cúpulas de lapislázuli reflejaban el firmamento, un recordatorio silencioso: incluso la belleza puede ser una prisión.
Este era el palacio del jeque Kamal ibn Rashid, señor de una tierra donde la arena era más preciosa que el oro. La gente pronunciaba su nombre con reverencia y temor: él era quien subyugaba los elementos, construía ciudades en el desierto y levantaba imperios del olvido. Su poder no conocía límites, su fortuna era legendaria. Pero quienes veían su mirada sabían: ni el oro ni el poder lo habían salvado de la soledad.
Hacía tiempo que había perdido la fe en los sentimientos humanos. El amor para él era una palabra negociada. Las mujeres que entraban en su vida solo dejaban una huella de fría precisión en su corazón. Los amigos no eran más que la sombra de la traición. Incluso la familia, tras una máscara de devoción, afilaba las dagas de la envidia. Kamal vivía entre mármol y seda, pero cada noche, al contemplar las luces del desierto, no sentía grandeza, sino vacío.
Y al mismo tiempo, muy al norte, donde la lluvia lavaba la pintura de los tejados y las colinas se envolvían en niebla, vivía una muchacha cuyo nombre no se pronunciaba con admiración. Eliana Winter: «la hija desafortunada», como murmuraban a sus espaldas. En una familia donde cada sonrisa era parte de una farsa, parecía demasiado real, demasiado viva, para ser aceptada.
Su hermana menor, Ariadne, era el orgullo de su madre: grácil, delicada, como una figurita de porcelana. Pero Eliana era un fuego contenido en un cuerpo frágil. Cabello color miel añeja, cejas pobladas, ojos que reflejaban una fuerza impropia de una muchacha de su condición. Su madre, Isabella, otrora una figura destacada en la sociedad, ahora se aferraba al pasado: a los títulos, a las buenas maneras, a la ilusión de una riqueza que jamás existió.