En la mañana del mercado del pueblo, el rocío todavía mojaba los techos de palma. Doña Lupita, encorvada, empujaba su carrito de chatarra pasando frente al mercado grande. Sus pies, endurecidos por años de caminar, y sus manos flacas y arrugadas arrastraban un costal pesado. No tenía a nadie cercano, vivía sola en una choza destartalada a la orilla del canal, recogiendo cada día lo que otros tiraban para cambiarlo por maíz o frijol y sobrevivir.
Ese día, en una esquina del mercado, escuchó un llanto tenue. Un recién nacido, todavía rojo y frágil, había sido dejado dentro de una vieja palangana de aluminio. A su lado, un papel arrugado decía:
“Por favor, que alguien con buen corazón acoja a este niño.”