La anciana pobre adopta a un niño abandonado; todos decían que estaba perdiendo el tiempo – pero 20 años después, nadie era más feliz que ella…

Doña Lupita se quedó inmóvil. Sus ojos nublados se detuvieron lentamente en aquella pequeña vida. Nadie se acercaba. La gente pasaba de largo, negando con la cabeza, murmurando con fastidio:
—En estos tiempos, si uno apenas puede alimentarse a sí mismo, ¿quién se atrevería a cargar con un destino tan pesado como una montaña…?

Pero Doña Lupita era diferente. Levantó al bebé con sus manos temblorosas. El niño agarró su dedo y lo apretó suavemente. El corazón de la anciana se estremeció, pero a la vez se llenó de un calor inesperado.

—Hijito, tú no tienes a nadie… y yo tampoco tengo a nadie. Vámonos juntos, ¿sí? —susurró con ternura.

Desde aquel día, la humilde choza tuvo el llanto de un bebé, la luz titilante del quinqué encendido hasta la madrugada, y a una madre anciana que medía con cuidado cada gota de leche y cada cucharada de atole para criar a ese niño con todo lo que tenía.

En el barrio pobre la llamaban loca. Algunos incluso decían directamente:
—Lo crías y cuando crezca se irá, te dejará sola. No es de tu sangre, solo te estás echando un peso encima.

Ella solo sonreía, con la mirada perdida en el horizonte:
—Quizás sea así. Pero ahora tengo a un niño que me dice “mamá”. En mi vida, nunca había tenido algo tan hermoso.

Al niño lo llamó Esperanza, aunque todos le decían Hugo – porque para ella significaba eso: la esperanza. Creció con tortillas duras remojadas, con ropa remendada, pero también con valores, respeto y cariño que su madre le inculcó, además del empeño por estudiar.

Cada noche, Doña Lupita salía a juntar cartón y botellas hasta muy tarde. Aun cansada, lavaba el uniforme de la escuela de Hugo. El muchacho, al verla, sentía más amor y fuerza para superarse. Siempre fue el mejor de su clase, hasta lograr entrar a la Facultad de Medicina de la UNAM con beca completa.

El día que recibió la carta de aceptación, Hugo abrazó a su madre llorando a mares. Ella sonrió y le puso en la mano doscientos pesos doblados – todo lo que tenía en ese momento – y le dijo:
—Ve a estudiar, hijito. Hazte un hombre de bien. Yo no necesito nada más, con que vivas con bondad me basta.

Veinte años después.

Leave a Comment