Hubo silencio en la notaría…

Sonaba aterrador. Como grilletes que intentaban ponerte alrededor del cuello, llamándolos joyas.

Tanya volvió la mirada hacia su marido. Él finalmente levantó la vista, y en ellos vio… miedo. Ni siquiera por ella, sino por sí mismo. Por su próximo futuro fallido. Por quedarse sin nada otra vez.

“Tanya”, empezó en voz baja. “Bueno… firma. Yo… puedo empezar un nuevo negocio. Algo fiable. De verdad que tengo una idea.”

Recordó sus ideas anteriores: una cafetería, una tienda, un servicio de reparto. Sus ojos brillantes. Su convicción de que todo saldría bien. Y las interminables deudas, lágrimas, excusas.

Y también las palabras de su abuela: “Para que no dependas de nadie”.

Taniana devolvió el documento a la mesa.

“No firmaré.”

El aire de la habitación cambió al instante. Se volvió más denso, lleno de una electricidad apenas audible, como si una tormenta se escondiera entre las paredes.

Margarita Ivanovna se levantó despacio, muy despacio, de su silla, inclinándose hacia delante.

“Niña…” Su voz se volvió baja, amenazante. “Debes haber entendido mal. Esto no es una petición. Es tu deber. Vitya es tu esposo. Debes ayudarlo.”

Tatyana también se levantó. Era más baja, más delgada, más débil. Pero ahora, en ese momento, se sentía superior a todos los presentes.

“No le debo nada a nadie”, dijo con calma. “Y la herencia de mi abuela es mi responsabilidad. Mía, y solo mía.”

Sus palabras sonaron como un martillazo sobre un cristal.

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