Margarita Ivanovna palideció.
Víctor parpadeó, confundido.
El notario bajó la vista hacia los papeles, como si intentara ocultar su silenciosa admiración.
Y fue en ese momento que Tatiana sintió por primera vez que estaba haciendo algo no solo importante, sino correcto.
Cogió su bolso y se dirigió a la salida.
Detrás de ella, resonó la voz siseante de su suegra:
“Te arrepentirás de esto… me pedirás perdón de rodillas…”
Pero Tatiana ya no oía las palabras; solo sus propios pasos, seguros y pesados, resonaban con fuerza por el pasillo.
Tenía miedo. Un dolor insoportable. Pero por primera vez en muchos meses, se sentía viva.
Y libre.
La casa estaba tan silenciosa, como si el propio apartamento contuviera la respiración, anticipando la tormenta que se avecinaba. Tatiana cerró la puerta tras ella, apoyó la espalda en ella y exhaló lentamente. Todo en su interior vibraba: de ira, de resentimiento, de una decepción insoportable. Las palabras de su suegra aún resonaban en sus oídos, como un susurro penetrante que la hacía querer taparse los oídos con las manos.