Y Margarita Ivanovna decidió actuar rápido. Demasiado rápido. Inmediatamente después del funeral, empezó a hablar de la idea de negocio de Víctor, de cómo “invertir” la herencia “bien”, “no malgastarla en nimiedades” y “ponerla en circulación”. Tatiana aún no estaba preparada para hablar de dinero. Pero su suegra no le había dejado otra opción: la cita con el notario se había programado sin su consentimiento.
Ahora estaba sentada allí, bajo la atenta mirada de todos los involucrados, sintiendo que algo se rompía en su interior.
Tomó el documento. Lo desdobló. Recorrió lentamente la primera línea, luego la segunda. Con cada nueva línea, su corazón latía con más fuerza. “Poder general… derecho de disposición… venta de bienes… transferencia de fondos… derecho de donación…”
El documento era más que un simple poder notarial. Era una renuncia a todos los cargos, un desarme total, una transferencia del poder sobre su destino a manos de personas que nunca se habían preocupado realmente por ella. Personas que la veían simplemente como una adición conveniente a su hijo; no como una socia, sino como un recurso.
Sintió como si alguien le hubiera dejado caer una piedra en las palmas. Pesada. Fría.
“Esto no es un poder notarial”, dijo finalmente, con una voz inusualmente segura. “Es una cesión de todos los derechos. Absolutos”.
Margarita Ivanovna resopló.
“Dios mío, ¿qué más da cómo se llame? Somos familia. Y en una familia, todo debe ser compartido”.
La palabra “familia”.