Hubo silencio en la notaría…

El silencio en la notaría era extraño: denso, casi viscoso, como el aire frío antes de una tormenta invernal. Incluso el reloj de pared parecía marcar más despacio de lo habitual, como si actuara con cautela, temeroso de perturbar la tensión que se cernía sobre los presentes en la larga mesa de roble. La notaria, una mujer demacrada con un traje azul oscuro formal, permanecía inmóvil, como un monumento, ajustándose las gafas en el puente de la nariz solo de vez en cuando, observando la escena desde detrás de los cristales.

Tatiana se sentó frente a ella, agarrando el bolígrafo con tanta fuerza que casi se le resbaló. El papel que tenía delante era inmaculadamente blanco, grueso, con un sello de escudo de armas en relieve en la parte inferior; el documento parecía impresionante, sólido, casi impecable, como todo lo demás en la habitación. Y, sin embargo, en su interior crecía una extraña picazón: la sensación de que esa hoja de papel limpia y pulcra podría ser el principio del fin. Para su tranquilidad. Para su independencia. Para su confianza en sus seres queridos.

A su lado estaba sentada Margarita Ivanovna, la madre de su marido. Alta y majestuosa, con una cana impecablemente peinada y un rostro inmóvil. Parecía absorber el poder del espacio, distribuyéndolo por la habitación con la misma seguridad con la que dividía los roles en su propia familia. Siempre olía a perfume caro y a presunción. Tatyana había encontrado ese aroma agradable, ligero y noble. Ahora le parecía pesado, sofocante, como si se cerniera sobre ella.

Al otro lado de la mesa estaba sentado Viktor, su esposo. Su mirada se deslizaba por la mesa, sobre sus dedos, sobre la mano de su esposa; todo menos mirarla a los ojos. Parecía inseguro, nervioso, como atrapado entre dos fuegos y temeroso de quemarse por ambos lados. Una vez, durante los primeros meses de sus encuentros románticos, Tatyana había pensado que su gentileza era una señal de bondad, no de debilidad. Que su dependencia de la opinión de su madre era meramente temporal, algo que la vida disolvería gradualmente. Se equivocaba. A veces, lo que confundimos con mansedumbre es simplemente falta de autodeterminación.

“Tatiana”, dijo Margarita Ivanovna con voz suave, pero con una firmeza oculta en su suavidad. “Firma. No le veo sentido alargarlo. El notario la espera y aún tiene gente con la que lidiar.”

Tatiana miró lentamente a su suegra. La miraba como si llevara años decidiendo el destino de su nuera y ahora estuviera dando el último toque. Había algo definitivo en esa mirada, como una sentencia.

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